sábado, 7 de junio de 2008

Una mente enjaulada

"Tu vida se compone de los días de que está compuesta. Nada más." Cormac McCarthy


1.- Un año antes.

La ciudad despierta envuelta en la lluvia invernal y el ruido del tráfico se amortigua entre el sonido de las gotas sobre el asfalto. Los transeúntes caminan rápido bajo los paraguas hacia sus trabajos con mirada triste y huidiza detrás de los cuellos alzados de sus abrigos. El gris invade todos los rincones con un leve toque resplandeciente al chocar las luces artificiales contra las gruesas gotas de lluvia.

El hombre camina encorvado, como si la tierra le llamara, con la cabeza agachada entre los hombros y la vieja gorra de pana calentándole el pelado cráneo. Los pequeños brazos a lo largo del cuerpo sujetan dos pesadas bolsas con el nombre de la pequeña tienda de barrio escrito en color rojo. Su mirada no se desvía del suelo y no parece que disfrute del día, pero una sonría imperceptible ilumina a duras penas su rostro y sus ojos parecen alegres mientras la ciudad se encoge esperando que escampe.


Esa alegría es consecuencia de la diaria tarea que se impuso él mismo cuando su madre murió. Cuidar de su anciano padre mientras pudiera. Aunque su propia salud empeora y a menudo siente deseos de morir, la sagrada tarea le devuelve un poco de energía y levanta los hombros y sigue adelante sin reparar ni en el tráfico ni en las luces ni en la gente.

El hombre con los ojos encendidos cree que la devoción a su padre le ayuda a superar sus propios males. La monotonía de sus acciones aleja los espíritus que le obligan a pensar una y otra vez en enfermedades que le corroen por dentro y le dejan indefenso contra males innombrables. Cuando cede a ellos, nota que su cuerpo y su mente se entregan a las sombras de la enfermedad y que ésta se apodera de sus entrañas como una serpiente ciega y hambrienta y el dolor le impide concentrarse y sólo desea encontrar la manera de que salga de su cuerpo y descubrir la tranquilidad de espíritu que sólo es un recuerdo de épocas remotas. No duerme ni descansa cuando, agotado, descabeza al alba unas horas agarrado a las sábanas con el rostro sudoroso y febril y los seres del inframundo se adueñan de sus sueños y convierten sus cortos momentos de descanso en peligrosas alteraciones del ritmo cardíaco y en pesadillas que le restan las pocas energías que le van quedando.

Y por la mañana, cuando se prepara para acudir al encuentro con su padre, la enfermedad se aleja y poco a poco recupera la serenidad, aunque las horas de vigilia le pasan factura y asoman en su semblante grandes círculos grises alrededor de los ojos. Pero él está feliz y no repara en ello. Deja las zapatillas como siempre en la puerta de la entrada y coge las llaves y sin despedirse, como si su tarea fuera la única cosa existente en su mundo irreal, comienza el proceso diario que le devuelve la vida y le permite salir de su mente y por eso sonríe.

Mientras camina recuerda épocas pasadas y sus pupilas crecen como si así pudiera verlas y ve a su madre joven y enérgica, trasteando en la cocina de la pequeña vivienda en la que vivieron. Y se ve a sí mismo de muchacho sentado en la mesa de madera comiendo pan con membrillo, siguiéndola con la mirada, mientras la radio del padre puede oírse atrás en la salita. Las palabras de la madre sobresaltan al muchacho, y el hombre chorreando en la calle parpadea y se detiene.

Qué miras, tonto.

Su voz es amable y levemente nasal.

El hombre contesta.

Nada… A ti. Siempre viviremos juntos, verdad madre.


Pues claro, responde ella y se vuelve hacia el puchero que humea en el fogón, donde vas a vivir si no.

Y el muchacho sigue comiendo apoyando los codos en la mesa y el hombre bajo la lluvia siente el sabor del membrillo en su boca y respira hondo y sigue su camino.

El hombre se detiene frente a un pequeño portal con puertas de hierro, deja las bolsas en el suelo empapado y saca el segundo juego de llaves que siempre lleva encima. Las mira, una a una, como si no recordara para que sirven y permanece allí encorvado como una estatua gris hasta que la puerta se abre y sale una señora mayor y le dice con voz sorprendida.

Señor Cifuentes, como se ha puesto. Va a coger usted una pulmonía. No ha traído paraguas.

No…no. No lo he encontrado.

Séquese bien, ahora cuando suba. Y déle recuerdos a su padre de mi parte.

La anciana abre su paraguas y cojeando sigue su camino, mientras el hombre la mira y musita un adiós hacia sus adentros que apenas lo oye él mismo.


En el portal, cuando se cierra la puerta, la oscuridad es casi total. El hombre se quita la gorra y la golpea contra la pierna y se pasa la otra mano por la cabeza peinando hacia un lado los pocos pelos grises que le quedan. Mete la gorra en el bolsillo y coge de nuevo las bolsas. La escalera es lúgubre y huele a humedad antigua y la bombilla apenas deja ver los escalones. Cuando ha subido unos pocos, se detiene como sorprendido por algo que no sabe lo que es y recorre la mirada por los muros y los techos y vuelve la vista hacia la escasa luz de la lluviosa calle. Un escalofrío le recorre la espalda y la siente mojada.

Va a tener razón la bruja ésta.

Y sigue subiendo.


El hombre entra en la vivienda del segundo piso, jadeando por el esfuerzo y cierra la puerta tras él y devuelve las llaves al bolsillo del abrigo. Al fondo una luz encendida deja ver parte de la salita. Se quita el abrigo y lo cuelga en la percha que hay detrás de la puerta. Escucha una radio en alguna parte. Enciende la luz del pasillo y lo recorre hasta la cocina situada a la derecha. Deja las bolsas en el suelo y pasa la mirada por ella. Platos sucios en el fregadero. Un antiguo fogón ennegrecido con un puchero de hojalata. Trozos de pan duro en la encimera carcomida en los extremos y con antiguas quemaduras. Saca un vaso limpio del armario y deja correr el agua del grifo antes de llenarlo.


Lava los platos sucios y recoge la cocina y mete los productos de las bolsas que ha traído en los sitios adecuados. Cuando todo está en orden prepara café. Coge una bandeja y pone una servilleta y una cucharilla. Coge la taza que ha puesto a secar y abre un paquete de galletas y pone algunas en un plato sobre la bandeja. Pone un poco de leche sobre el café caliente y una cucharada de azúcar. Sale al pasillo y vuelve a escuchar la radio al fondo. Vuelve a por la bandeja y recorre los escasos metros hasta la salita. Papel pintado desconchado en el techo y una sucia lámpara de araña. Viejas fotografías de color sepia en las paredes.

Buenos días madre, murmura mirando la fotografía de la mujer que le mira desde siempre.

Deja la bandeja en la mesa y entra en la habitación del padre y enciende la luz. En la radio encendida encima de la pequeña mesilla de noche se escucha una antigua canción y el hombre arruga la nariz. Olor rancio.

Padre, levanta. Te he preparado el desayuno.

Entre las sábanas nada se mueve y el hombre las aparta y le llega el olor directamente. Se aparta y se tapa la nariz. Los ojos se le llenan de lágrimas. Sube la persiana y abre la ventana. El frío invernal y la lluvia entran a raudales. El hombre se sienta en la cama y con un estremecimiento toca el brazo del padre y está frío.

Padre. Te he preparado el desayuno. Y luego te prepararé la comida. He comprado patatas y costillas de las que te gustan. Padre, no me oyes. Levanta, que tienes el desayuno en la mesa y se te enfría el café.

Al rato, el hombre se levanta y en la salita se vuelve hacia la fotografía de la pared.

Madre, padre está muerto. Que hago yo ahora, madre. Que hago.

Después el hombre se bebe el café medio frío y se queda mirando las paredes.


2.-

Bernardo Cifuentes entierra a su padre junto a su madre, muerta años atrás. En la misma tumba. Y también hay sitio para él mismo. Sigue lloviendo y la ciudad de los muertos es un barrizal. Cientos de lápidas de todos los tamaños lloran sobre los cuerpos bajo tierra y cambian de color. Del reluciente mármol recién cortado al opaco gris de flor muerta y al oscuro negro de la piedra rota y olvidada. Los operarios se afanan con mucho esfuerzo metidos hasta casi las rodillas en el barro formado alrededor. Sólo dos paraguas inmóviles en el camposanto. Uno protege al hombre y a la mujer y el otro a su hija y a su novio.


Cuando acaban, los empleados del cementerio se quedan un momento allí como si les importara, con los brazos cruzados y la cabeza agachada. Uno hace una enorme señal de la cruz desde la coronilla hasta la entrepierna y entre los enormes hombros empapados. Luego miran furtivamente a la familia. Sólo la hija se da cuenta de lo que pasa.

José, anda, dales una propina.

El novio mira a los hombres y asiente. Se aparta y les hace una señal. Bernardo mira la tumba recién cerrada y piensa que estarán muy solos allí cuando anochezca. Y tendrán mucho frío.

Esperarme, no tardaré mucho en venir. Dijo.

La mujer se sorprende. Que dices, Bernardo. Que cosas dices. No me asustes, por favor.

Qué, dice el hombre.

Papá, vamos al coche, anda, que vas a enfermar.

Iros vosotros. Esperarme en la puerta. Yo iré ahora.

Echan a andar con los zapatos llenos de barro hacia el camino donde han aparcado. El hombre permanece bajo el paraguas a los pies de sus padres, mirando de reojo como se alejan. José arranca el motor y se queda un momento con la cara contra el cristal intentando ver algo. Después, el coche se mueve cuesta arriba y dobla al llegar a la pequeña cima repleta de lápidas.


Bernardo se agacha y coge un puñado de barro y lo arroja hacia la tumba.

Me has mentido, madre. Vosotros estáis juntos y yo estoy solo. No volveré a creer en tu palabra. Ni en la de nadie. Os arrepentiréis. Os lo juro por lo más sagrado. Os arrepentiréis de haberme engañado.

El hombre se vuelve y comienza a bajar con cuidado por el terraplén.


3.-

El tiempo cambió de la noche a la mañana. Las nubes grises del invierno desaparecen y el cielo se torna azul. Las hojas de los árboles comienzan a crecer y los olores de la ciudad permanecen allí como una niebla invisible. Bernardo también cambió. Perdió unos cuantos quilos que no le sobraban y las enfermedades volvieron a aparecer. También las otras cosas.

Concha, la mujer, le observa sentada en la butaca del salón. Es tarde y ya estaba pensando en acostarse. Bernardo, en la entrada, se calza los zapatos y deja las zapatillas allí.

Donde vas a estas horas, Bernardo.

Bajo al garaje, no se si he cerrado bien el coche.

Pero si has bajado antes de cenar.

No…no, ahora subo. Y cierra la puerta tras él.

Este hombre. Otra vez no, por dios.


A Concha le vienen a la cabeza, aunque no lo desea, esas otras cosas que ha vivido y no quiere volver a vivir. Recuerda lo mal que lo pasó cuando se quedó sin trabajo. Tenía cincuenta y tres años y los dos sabían que no volverían a contratarlo. Entonces empezó a hacer cosas raras: lavarse las manos tantas veces que las tenía despellejadas. O levantarse cuatro y cinco veces de madrugada para cerrar los grifos. Aún así, Concha pensaba que, bueno, era un poco maniático, pero que no hacía daño a nadie. Pero si que hacía daño. A ella y a él mismo. Como no dormía, se pasaba toda la noche fumando tumbado en la cama a oscuras. Por las mañanas estaban agotados. Y él seguía cerrando grifos cerrados y lavándose una y otra vez las manos ya lavadas.


Y las dichosas enfermedades. Siempre decía estar enfermo de algo. Del estómago o de los pulmones. De la piel o de corazón. No había enfermedad que no tuviera, por rara que fuera. Y cada pocos días, estaban en el médico. Análisis, pruebas y más análisis. Su vida y la de Concha se redujeron a su estado de salud.


En una de tantas consultas a las que acudieron, un médico les dijo, mientras les explicaba los resultados de unas pruebas, que había tenido un pequeño infarto. Bernardo se sobresaltó y quiso saber como era que ni siquiera la había notado. El médico le explicó que, en algunos casos, son de una naturaleza tan débil que apenas se notan, y que probablemente le había sobrevenido cuando estaba durmiendo. Pero que podía hacer vida normal y que sólo en esas pruebas tan potentes podía verse la reminiscencia del antiguo problema. Bernardo salió de la consulta gravemente alterado. Le dijo a Concha que podría volver a pasarle en cualquier momento. Y que él sabía que volvería ocurrir y que iba a morir de un infarto en poco tiempo. Pero no intentaba evitarlo; fumaba más que nunca y apenas comía.


En esa época, la niña, Conchita, vivía con ellos y le planteó a su padre acudir a un psicólogo. Le explicó que no podía seguir así, por que acabaría enfermando de verdad. Bernardo, al principio, se opuso, pero cedió por el cariño que le tenía. Acudieron a varios especialistas y se gastaron un dinero que apenas podían permitirse, pero después de unas sesiones lo único que sacó fue algunas recetas de medicamentos y poco más. Dejó de ir.

Concha marca un número en el teléfono.

Si.

Conchita, ha vuelto a bajar.

A donde, mamá.

Al garaje, a cerrar el coche. Ya van tres veces.

Bueno no te preocupes, mamá. Lo que vamos a hacer es llevarle al médico. Mañana busco uno y te llamo.

La mujer despierta de madrugada y, en la oscuridad ve los ojos de su marido observándola. Ojos amarillos y febriles.

Qué pasa, Bernardo. Me vas a matar de un susto.

Estoy enfermo, Concha. Me duele toda ésta parte. Y se toca el estómago. Y ésta vez has sido tú.

Concha se incorpora asustada y apoya la espalda en el cabecero. Tantea en la mesilla y enciende la lámpara.

Apaga la luz.

Bernardo, que te pasa.

Apaga y escucha. Ella obedece. Me has contagiado algo. O me has hecho comer algo. Me estas matando y no lo voy a consentir, me entiendes.

Pero que dices, Bernardo. Estás desvariando. Por favor, piensa un poco. Déjame encender la luz.

No volveré a dormir aquí. No lo conseguirás. Me voy a la habitación de la niña. Y no se te ocurra entrar.

Concha escucha y le oye cerrar la puerta de la antigua habitación de su hija. La mujer se sorprende de escuchar los latidos de su acelerado corazón y levanta las piernas y se las abraza y comienza a sollozar bajo con la cabeza entre las rodillas.


4.- Dos meses antes.


José abre la puerta de la casa que comparte con Conchita y cierra a sus espaldas y apoya la espalda en ella. Esta agotado. Se ha levantado muy temprano y llega a casa casi de noche. La casa está a oscuras, la chica no está. Entra en la cocina sin encender la luz y abre la nevera y se queda un momento allí sin hacer nada, sólo mirando. Coge la botella de agua y bebe un largo trago. Cierra y se va al dormitorio. Se ducha y se pone el pijama y mientras espera, se tumba en la cama y se pone a curiosear los papeles que hay en el cajón de la mesilla de noche de ella. Sin prestar demasiada atención, hojea los papeles que va encontrando. Son facturas, cartas del banco, cosas sin importancia, hasta que repara en una postal en la que se puede ver una playa con apenas unos bañistas y un pequeño faro al fondo. Le da la vuelta y lee: Querida Conchita, te mando esta postal para que veas lo que te estás perdiendo por no haber venido conmigo a Denia. Si todavía cambias de opinión, no dudes en ponerte en contacto conmigo en el hostal Poniente. Un beso. Carlos.

Carlos. Quién es éste Carlos.

Se incorpora y se sienta releyéndola otra vez. Busca alguna fecha, pero no la encuentra, aunque los bordes están algo amarillos, por lo que parece que tiene algunos años.

Pero, por qué la guarda todavía.


La noche se cierne rápidamente sobre la ciudad y sólo se ven los ojos del chico encendidos y sin parpadear y perdidos en la oscuridad que le rodea. No quiere pensar, pero tampoco puede dejar de hacerlo.

Como es que no me ha dicho nunca nada sobre él. Volvería a verlo después de recibir la postal.

Preguntas y más preguntas. La boca se le reseca y aturdido, se levanta buscando algo de beber. Tropieza con algo y se golpea los pies descalzos y maldice. Se acerca al pequeño mueble bajo el televisor y abre la puerta inferior. Saca una botella de güisqui casi entera y se dirige a la cocina. Enciende la luz y saca hielos del congelador. Se prepara un buen trago sin agua y vuelve a la habitación.

Me mato a trabajar y ésta por ahí haciendo amigos, joder.

Mira el reloj en la oscuridad. Las diez y cuarto.

Y ahora, donde se ha metido.


Apura el vaso, mira el fondo sin verlo y se levanta y vuelve a la cocina a llenarlo.

Conchita entra y está toda la casa a oscuras. Mete las llaves otra vez en el bolso y lo deja sobre el mueble de la entrada. Cruza el pasillo a oscuras y enciende la luz de la cocina. La botella de güisqui vacía encima de la mesa. Se da la vuelta y pasa por el salón y no ve nada raro y entra en el dormitorio y enciende la luz. José esta tumbado en la cama roncando y se sorprende cuando recibe el rayo de luz en la cara y deja caer la postal que tiene entre las manos.

Has estado bebiendo. Y eso, a que viene.

Quién es éste Carlos.

Recoge la postal del suelo y está a punto de caer al suelo.

Carlos. Qué Carlos. De donde has cogido eso.

Carlos de Denia. Ese Carlos. Quién coño es ese Carlos.

Dame esa postal ahora mismo, José. Te has bebido toda la botella.

Me has engañado, puta. Me has engañado.

Y lloriquea borracho sentado en la cama.

Es que eres tonto o que te pasa. Esa postal es de antes de conocerte.

Y por que la guardas.

Pues no lo sé. Me pareció bonito. Pero no le volví a ver

Si, bueno. Eso no me lo creo. No volveré a creerte.


José se levanta y se bambolea hasta la cocina. Conchita va detrás de él.

Déjame en paz, no me sigas.

Es que te vas a caer, José. Y te vas a hacer daño.

Déjame en paz.

Y empuja a la chica hacia el salón y pega un portazo. El cristal de la puerta cae al pasillo y se hace añicos contra el suelo.

Soy un cabrón. Me has engañado. Dice José.

Y se golpea la cabeza con la pared.

Conchita retrocede y se sienta en el sofá y con lágrimas en los ojos coge el teléfono y marca.

Mamá. Soy yo.

Conchita, que pasa. Estás llorando.

Si, es que José está borracho. No se que le pasa.

Borracho. Te ha pegado.

No. No. Pero estoy asustada.

Ahora mismo vamos para allá. Tardamos diez minutos.

Y cuelga. Escucha y le oye vomitando en la cocina. Conchita se levanta y se encierra en el cuarto de baño del dormitorio y se sienta sollozando.

Por la noche, Bernardo no puede dormir. Enciende un pitillo con la colilla del anterior. Su cabeza no le deja descansar. Intenta repasar los acontecimientos ocurridos en casa de su hija. Cuando su mujer y él llegaron, ella misma les abrió la puerta y con lágrimas en los ojos les comunicó que se iba con ellos a casa, que no quería seguir viviendo con alguien que no confiaba en ella. Bernardo preguntó donde estaba él y Conchita señaló la habitación. Entró y vio al chico sentado en la cama a oscuras con las manos en la cabeza. Lo pudo vez por el haz de luz que entraba desde el pasillo. José levantó la vista un momento y volvió a poner la cabeza donde estaba antes.

José que ha pasado. Dice Conchita que has bebido. Si tú no bebes.

Hemos tenido una pelea. Vosotros no pintáis nada aquí. Es una cosa entre nosotros y ya está. Además tú ya tienes suficiente con lo que tienes, así que no deberíais haber venido.

Claro que si, muchacho, es mi hija y todo lo que le pase a ella, me pasa a mi. Dice que se viene con nosotros, así que si quieres evitarlo, sal ahí fuera y habla con ella.

Al cabo de media hora, las cosas se habían calmado un poco, pero no para Bernardo. La llamada de su hija, el cristal hecho añicos en el pasillo, el olor a vómitos en la cocina. Se juntaron circunstancias que desestabilizaron un poco más sus alterados sentimientos. No era capaz de controlar todo lo que le rodeaba y eso es precisamente lo que le intranquilizaba. Si la situación se le iba de las manos, se alteraba hasta la obsesión.


Cuando volvieron a casa, Bernardo era un manojo de nervios. Concha le dijo que se tomara algún tranquilizante antes de dormir. Pero aunque lo hizo, apenas sirvió de nada.


Cuanto tiempo voy a vivir. No mucho, desde luego. En cualquier momento me da otro infarto. Y éste, si que lo voy a sentir. Me moriré en cualquier momento. Estaré solo, como mi padre. Es lo peor que le puede pasar a alguien. Morir a solas. Sin que nadie pueda hacer nada por evitarlo. Y ahora, Conchita tiene problemas y tampoco puedo hacer nada para evitarlo. Por que la vida no será más fácil.


Cuando por fin se duerme, fuera está clareando y los sonidos de la calle aumentan y llegan a través de las ventanas abiertas, pero él no los oye ni los vive. Sólo sueña con un corazón sin dueño ensangrentado y enfermo que funciona a cámara lenta y la sangre se derrama en el suelo rojo y nadie parece reparar en ello.



5.- sábado


Concha está cocinando. La casa se llena de olores a refrito de ajo y cebolla. Cuando su color se torne dorado, echará el tomate, los pimientos y los calabacines bien cortados. Lo salará y pondrá un poco de aceite de oliva y lo dejará freír a fuego lento. Será un buen acompañamiento para el pollo que se tuesta en el horno.
Bernardo ha salido a pasear al perro. En el parque, el perrillo corretea entre los arbustos y ladra a los otros perros más grandes con decisión. Estos le observan un momento con ojos de sorpresa o de cansancio y siguen su camino. Bernardo no le presta atención. Está sentado en un apartado banco de madera y tiene la mirada perdida y la espalda encovada.


Pobre Conchita. Que es lo que le pasará. Los médicos no logran saberlo. Y lleva así varios días. Espero que se solucione pronto. Me está alterando demasiado. Los médicos. Qué sabrán ellos. Mira lo que me ha hecho la medicación de la psicóloga. Una enorme erupción cutánea. Y algo tengo en el estómago porque me sigue molestando. Puede que sea de las mismas medicinas. Te curan de una cosa pero te provocan otra. Menos mal que dejé de tomarla. Y estos nervios me están matando. Necesito estar tranquilo o me volverá a dar el infarto. Y no saldré de ésta. Cualquier noche me muero y se acabó. Dejaré de respirar y me pasaré horas allí enfriándome antes de que Concha se dé cuenta. Acabaré como mi padre, muerto y frío y olvidado antes de ser enterrado.


Bernardo se dirige a casa y repara en la pequeña y antigua capilla cercana al parque. Es un pequeño edificio en sobras con una virgen entre rejas en un hueco a la izquierda de la entrada de puertas de madera carcomida. Se queda mirando sin entender lo que ocurre, pero se encamina hacía allí a pasos cortos e indecisos. El perro le mira sorprendido y ladra y luego acepta el cambio de planes. Lo ve entrar cuando el dueño ata la correa en una argollita de la pared. Luego se da la vuelta y se tumba a esperar.


El solitario interior está frío y sombrío. Sólo algunos cirios blancos y rojos titilan a ambos lados del altar. Inmóviles figuras de santos en actitud complaciente le miran sin verle desde lo alto en las paredes laterales. Bernardo se sienta en el último banco y observa la oscuridad.


Necesito ayuda y los médicos no me la dan. Quizás tú si puedas. Voy a morir y necesito solucionar algunas cosas antes. Pero no sé como. Todas mis obsesiones están perturbando a mi mujer. Y sobre todo a mi hija. Ella no tiene la culpa de que yo sea así. Por eso tengo que ayudarla antes de morir. Tengo la obligación de ayudarla. Confío en ti y se que me señalarás la manera de hacerlo.


Detrás oye la vieja puerta chirriar al abrirse y un bulto oscuro se perfila contra la luz que entra de fuera. Una anciana a duras penas camina hacia el interior y se sienta en el otro extremo del banco. Le mira sin comprender con ojos inexpresivos y Bernardo abre mucho los ojos y piensa y dice: madre, por fin me haces caso, me había olvidado de ti.


El teléfono suena en el salón y Concha baja el fuego y sale de la cocina limpiándose las manos con un trapo.

Si.

Hola, mamá. Soy yo. Como estáis. Como está papá.

Bueno, como siempre. Ahora no está.

Quería disculparme con él. Por lo de ayer. Creo que me pasé echándole en cara que

sólo se preocupara por sus miedos y sus obsesiones.

No te preocupes, cariño. Ahora tú estás enferma y es normal que quieras que nos preocupemos por ti. No le des más vueltas. Tienes que ponerte bien y ya está.

Ya, pero José también me lo ha comentado, que no debí hablarle así. Por eso quería disculparme. Por que no venís mañana a comer. José estará trabajando, pero coméis conmigo y así hablo con papá.

Bueno, como quieras, mira ahora entra por la puerta. Es la niña. Nos invita a comer mañana en su casa. Dice que claro. Quieres hablar con tu hija. Te lo paso, cariño. Hasta mañana.

Hola, Conchita.

Papá, perdona por lo que te dije ayer. No pensaba lo que estaba diciendo.

No te preocupes hija. He recapacitado y sé que os lo he puesto muy difícil con mis manías. Así que ya no tengo nada y lo único que importa es que tú te cures. Tienes que ponerte bien para la boda. Serás la novia más guapa del mundo.

Gracias papá, estoy sorprendida, pero me gusta que seas así. Optimista. Bueno, mañana hablamos. Un beso muy grande.

Te quiero, hija.


6.- domingo.


Conchita despierta con fiebre. Ha pasado muy mala noche y apenas ha dormido. José ha ido a trabajar. Desde la cama, llama a su madre. Concha le dice que no se preocupe de la comida, que ella la lleva hecha. La chica se toma un antinflamatorio y algo contra la fiebre y sigue en la cama hasta que llegan sus padres a media mañana.

Por la tarde está algo mejor. Están viendo la televisión y hablando de vez en cuando. Conchita piensa en lo que dijo ayer su padre y reconoce que no está tan obsesionado como días atrás. Aunque sí mucho más nervioso. Le pide un cigarrillo cada poco tiempo y sale a la terraza a fumar. No para quieto.

Qué te pasa papá.

Si, eso, que te pasa. Dice Concha.

No me pasa nada. Ya os dije que ya estaba todo solucionado y que lo importante es tu salud. No la mía.

Como todo solucionado, papá. Has solucionado un problema que tienes hace años en dos días. Cómo lo has hecho.

Ha sido un milagro.

Y se levanta y al momento vuelve a sentarse.

Un milagro. Un milagro religioso. Pregunta Conchita.

Pues claro. Un milagro. Ya no tengo obsesiones. Estoy bien.

Se levanta de nuevo.

Bajo un momento a comprar tabaco al bar.

Más tabaco. Concha está muy inquieta.

Si, más tabaco. Estoy algo nervioso y fumando me calmo. Ahora subo.

La madre y la hija se quedan solas y hablan de Bernardo.

Es cierto que está algo mejor. No ha comentado nada de su infarto y eso es algo nuevo.

Concha no se fía.

Ya, pero por qué. Qué ha pasado. Ayer me dijo que había entrado en una iglesia y que le había ayudado mucho. Que ahora sabía lo que debía hacer y lo que no debía hacer.

Ha tomado su medicación.

Hace dos o tres días que no la toma. Yo creo que por eso está así de nervioso.

Bueno, se le pasará.

Mira el reloj.

José vendrá en un par de horas. Me encuentro algo mejor. Si queréis esperar, cuando venga salimos a cenar alguna cosa por ahí y os llevamos a casa.

La verdad es que prefiero estar aquí contigo que nosotros solos en casa.

Esperaremos.

Bernardo saca uno de lo cigarrillos recién comprados y sigue calle abajo.

Me daré un paseo mientras me lo fumo y así me tranquilizo. Toda la tarde metido en casa me altera. No quiero que la niña me vea nervioso. Y, la verdad, no sé por qué estoy así. He decidido esperar y sé que la solución me vendrá sin yo proponérmelo. La solución a qué. A mi muerte. Moriré pronto y tengo que solucionarlo antes.

Hola, Bernardo. Que haces.

Ah, hola, José. He bajado a comprar tabaco. Y estaba dando un paseo. Tú que haces aquí tan pronto.

Bueno, vamos a casa y os lo cuento.

Que ha pasado.

Nada, hombre. Una tontería. Ahora hablamos. Cómo ha pasado el día Conchita.

Esta mañana tenía fiebre.

Ahora estaba mejor. Ha comido un poco y estaba más animada.

El viejo y el joven, dos hombres, dos mentes. Caminan uno al lado del otro sin comprender lo que ocurre a su alrededor. Y sin saber lo que ocurrirá mañana.

Me han despedido.

Están todos en el saloncito y José acaba de decirlo sin alterarse demasiado.
Conchita se sorprende un poco.

Otra vez, José. Que ha pasado esta vez. Era un trabajo tan bueno. Aquí al lado.

Si, pero el jefe dice que soy muy blando con los empleados, que necesita a alguien más enérgico que yo.

Conchita mira a su padre y está tan tranquilo fumando en el butacón.

Bueno, no importa. Ya conseguirás otra cosa. Siempre lo haces. Pero me da pena.

Era tan buen trabajo.

Bernardo apaga la colilla en el cenicero repleto y se incorpora.

Ya verás como enseguida consigues algo. Siempre lo has hecho. No te preocupes.
Madre e hija se miran y no pueden ocultar su sorpresa y abren mucho los ojos las dos al mismo tiempo.


Bernardo abrazado a la tristeza. De madrugada sigue fumando sin dormir y sus ojos relumbran en la oscuridad como los de un gato salvaje. Apaga la enésima colilla y se levanta y se sienta en la cama de su mujer y la llama.
Concha.

Por dios, Bernardo. Un día me vas a matar de un susto. Que te pasa.

Mírame las pulsaciones. Mira. Y se toca en la muñeca. Están aceleradas.

Aceleradas. Deja de fumar y duerme un poco. Tomate un relajante de los que tomabas antes, ya verás como duermes hasta por la mañana.

Donde está exactamente la yugular, Concha.

Qué.

Si. La yugular. Donde está.

Pues no sé. Aquí en el cuello. Un poco a la izquierda.

Bernardo se toca el sitio indicado.

Aquí.

Si. Por ahí. Vete a la cama, Bernardo, por favor y no fumes más.



7.- lunes


Bernardo ata la correa al perro que ya le está esperando delante de la puerta. Coge las llaves y salen. Concha suspira sentada en la cocina delante de una taza de humeante café. Su mirada, cansada y expectante, no se centra en ningún sitio. El sonido del teléfono le asusta y mira alrededor como esperando ver un fuego. Cuando vuelve a sonar, se levanta y vuela hacia el salón.

Sí.

Soy yo, mamá.

Hola, hija. Te pasa algo.

Bueno, es que me duele bastante el costado y sigo teniendo fiebre.

Vais a ir al hospital.

Si, José me ha dicho que esta tarde me acompaña.

Por la tarde, por que no vais ahora.

Es que está muy cansado y no se ha levantado todavía.

No sé. Bueno, luego os acompañamos. Si necesitas algo vuelve a llamar, cariño.

Gracias, mamá.

Bernardo cierra la puerta y deja la correa en su sitio y se sienta en la cocina.

Ha llamado la niña. Dice que le duele mucho y que sigue con fiebre. Irán esta tarde a urgencias. Le he dicho que iremos con ellos.

El hombre mira a su mujer como si viera a través de ella.

Por que no van ahora.

Es que José dice que mejor esta tarde.

Bernardo ladea la cabeza como si escuchara y asiente. Su mirada es brillante.

Concha arruga el ceño pero no dice nada.

Que es ese papel.

Es la lista de la compra. Por que no vas a comprar y luego vamos a ver a Conchita.

Bueno.

Coge la lista y se la guarda en el bolsillo. Sale a pasillo. Se pone cuidadosamente de nuevo los zapatos y guarda las zapatillas en el taquillón de la entrada y cierra.

Adiós. Y sale.

Al rato, Concha sale de la cocina y ve las llaves de Bernardo allí, sobre la pequeña bandeja donde siempre las deja cuando entra.

Por qué no se las ha llevado. Y abre la puerta de la calle, pero ya no está.

Bernardo sale a la calle y se detiene en la esquina y se arrima a la pared intentando escuchar por encima de los ruidos de la ciudad. La gente que transita ni siquiera repara en él. Pero no le importa. Lo único que quiere es saber que lo debe hacer.

Qué está pasando. Apenas me queda tiempo para solucionar el problema de Conchita. Y debo ser resolutivo, por que si no, se volverá a repetir todo y la niña estará a merced de cosas que no puede controlar. Y eso es lo peor. Mírame a mí. El control es lo único que me mantiene firme. Y cuando hay sorpresas, todo se desmorona. El control es lo importante. El control.

Como un resorte, se aparta de la pared del edificio y se planta en el semáforo. Ve un taxi libre y levanta la mano y se monta en él. Ya no es Bernardo.

Ahora se que debo hacer.

Pare en la esquina, donde está esa ferretería. Y espere un momento.
Al rato sale con un paquete alargado y le ordena al taxista seguir hasta la dirección que le dio antes. Cuando llega, paga y se baja. El paquete bien agarrado. En la pequeña calle no da la luz del sol, y puede sentir el frescor del parque que se ve al fondo. Enciende un cigarrillo y mientras fuma pasea de arriba abajo. Tira la colilla, llama y espera y mientras tanto, desempaqueta lo que ha comprado y se lo guarda en el bolsillo interior del anorak.

Quién es.

Soy yo, hija.

Papá, que haces aquí.

He venido a verte; mamá me ha dicho que estabas peor.

Un poco. Estaba tumbada en el sofá. Anda sube.

Conchita mantiene entreabierta la puerta mientras él se acerca y le da un beso y cierra.

Por qué no vais ahora al hospital, mejor que esta tarde.

Es que José no se ha levantado todavía y ya hemos discutido. Así que mejor dejarlo para esta tarde y ya está.

Hombre, pues yo creo que podíais ir ahora, al fin y al cabo, no tiene trabajo, podía levantarse y acompañarte.

Bueno, déjalo ya. Está decidido. Por qué no te quitas el anorak y te sientas. Estás
muy nervioso. Quieres tomar algo.

No. No. Prefiero estar de pie. Estoy nervioso y no me voy a quedar quieto ahí sentado.

Nervioso, papá. Qué te pasa. Has tomado la medicación.

Ya te dije que me sentaba mal, me salió un eccema y estaba un poco aturdido. Ahora estoy bien. Nervioso pero bien.

Para qué has venido, papá.

Ya lo he dicho. Para ver como estabas.

Bueno, mira. Le digo a José que se levante y que te acerque a casa. Mamá estará preocupada.

No. No. Le he dicho que venía a verte.

Conchita se levanta con esfuerzo y una mueca de dolor y entra en la habitación. Al rato sale y vuelve a sentarse en el sofá. El hombre sigue fumando y dando vueltas por la casa.

Ahora se levanta y te acerca a casa, papá.

Perfecto.

José sale recién duchado y arreglado para salir. El hombre le saluda y quedan en salir en cuanto se tome un café. Ya en la puerta, José se percata de que el hombre tiene un corte en la mano. Le pone una tirita y salen.

Bueno cariño, hasta luego.

Adiós papá, gracias por venir. José me voy a echar en la cama, llévate la llave por favor.

Y cierra para siempre la puerta.


8.-

Todo acabó en media hora. En la escalera, el hombre se abalanzó sobre el chico con el cuchillo nuevo en la mano y el delirio en la mirada. Ni siquiera tuvo tiempo de defenderse. Ya estaba muerto cuando el agresor comenzó a hundir el arma repetidamente en su corazón. La sangre golpeó las paredes como consecuencia del primer ataque y goteó hasta el rellano cuando perdió la fuerza y el hombre, Bernardo, ni siquiera parpadeó. Destrozó el cuerpo del joven como quien pisa un insecto y cuando se cansó de hundir el cuchillo y cortar la carne, jadeando se apoyó en la pared y le miró.

Por qué me miras. No me mires así. No tienes derecho a mirarme siquiera.

Y hundió nuevamente el cuchillo en los ojos del mal y cuando el mal ya no le miraba, entonces escupió sobre él y bajo al portal.

El aire fresco le dio en la cara y respiró profundamente y comenzó a andar. Cruzó la calle hasta el parque y dejó el arma en una papelera. Se miró los brazos ensangrentados y luego bajó la vista. Se arrodilló y lloró.

Los policías que le encontraron habían visto el cadáver y sacaron sus armas y las cargaron. Le preguntaron desde lejos que había hecho con el cuchillo y Bernardo ni siquiera sabía de lo que estaban hablando.

Seguro que está muerto.

Eso es lo único que preguntaba.


Los médicos discutieron sobre lo que le había pasado a Bernardo Cifuentes para llegar a hacer lo que hizo y llegaron a conclusiones contrapuestas. Sí coincidieron en el futuro de Bernardo. No volvería a estar libre. Bernardo fue recluido en un centro psiquiátrico penitenciario y estará allí hasta que muera. Su trastorno y la violencia de su respuesta hacen muy peligroso el que pueda estar algún día libre. Pero él no es culpable. Su mente, más poderosa que él mismo, acabó por triunfar y sólo después de su acción, Bernardo pudo descansar.




FIN