viernes, 7 de diciembre de 2007

La Ciudad Cercada

"Al final os da miedo la sangre. La sangre y el tiempo." Paul Valéry.

A los abuelos, a Leyre.

1.

Supe que estaba preñada el dieciocho de julio de mil novecientos treinta y seis. El médico de la mutua me lo comunicó después de hacerme esperar casi una hora. Una radio sonaba dentro de la consulta y mientras tanto, las mujeres seguían llegando y allí nos amontonamos hasta que él quiso atendernos. Pero por fin cuando salí de allí, pensé que era el día más feliz de mi vida. Eché cuentas y decidí que la criatura debería nacer a mediados de abril. Acerté, claro.

Pensé en lo contento que se iba a poner Isidro, después de tres años esperándolo desde que nos casamos. Porque ya me estaba pensando que no valía. Pero sí, gracias a mi jesusito y a Isidro claro, al fin me quedé preñada. Yo iba andando por la calle como en un sueño, y eso que en ese momento no era el mejor sitio para estar. Corros de gente discutiendo y gritando y camiones atestados de gente en todas direcciones, incluso me pareció oír tiros en algún sitio. Cogí el metro y me bajé al final de la línea dos en Ventas sin saber qué estaba pasando. Desde la estación es un paseo hasta casa. Al pasar por la tienda compré unos filetes y un melón para celebrarlo. A Isidro los filetes de hígado de ternera le encantan y el melón me encanta a mí. No tenía muchas perras, pero qué demonios, estábamos esperando un hijo y desde luego, había que celebrarlo. Isidro no estaba, claro, estaba trabajando y yo después de dejar las bolsas en la cocina, me quedé sentada en la butaca del salón mirando por la ventana. De vez en cuando sonreía y me tocaba la barriga.

De pequeña viví con mis padres en el barrio de Vallecas. Mi padre era un hombre callado y cariñoso que adoraba a mi madre y siempre se dejaba llevar por sus consejos. Habíamos venido de Cuenca montados en mulos, cuando yo era un bebé. Era vendedor ambulante y tenía dos o tres mulos que llevaba siempre cargados de cosas y las iba vendiendo y cambiando por los pueblos. Por eso casi no me acuerdo de él, nunca estaba en casa. Pero me acuerdo que cuando volvía, descargaba las mercancías que llevaba en grandes fardos y me cogía por debajo de los brazos con sus fuertes manos y me subía a uno de los animales y me daba un paseo por el barrio. Yo iba allí arriba agarrada como podía y él iba delante guiando a la mula cogiendo una cuerda que llevaba atada al cuello y todos los muchachos se paraban a mirarme y yo no me movía por si me caía pero pensaba que tenía el mejor padre del mundo porque hacía que los demás niños me envidiaran aunque sólo fuese de vez en cuando.

Ya en casa, después de lavarse y afeitarse y ponerse ropa limpia, rebuscaba en los sacos que había traído y se sentaba en la butaca y nos hacía regalos de cosas que compraba por ahí. A mi madre le regalaba algún pedazo de tela bonita para que se hiciera un vestido y a mi me daba algún muñeco de trapo o bolsas de caramelos u otra cosa. El día que volvía de viaje, en mi casa era como un día de fiesta. Mi madre hacía una comida especial con alguna de las cosas que él traía, como chuletas o magro y ella estaba radiante, tarareaba en la cocina mientras lo preparaba y luego se metían a echar la siesta en el pequeño cuarto que servía de dormitorio, mientras yo me quedaba sentadita en la cocina.

Con el tiempo fueron llegando mis hermanos. Primero vino mi hermana y luego los dos pequeños. Nos mudamos alguna vez de casa, ya que se iban quedando pequeñas a medida que la familia crecía, pero siempre vivimos en el mismo barrio. Mi madre cosía muy bien y tenía una máquina de hierro con motivos dorados y una rueda que sonaba como un pequeño tren. Hacía vestidos para las vecinas y para sus hijas. Siempre estaba la casa llena de ropas y de telas y mi madre se quedaba hasta muy tarde por la noche con una lámpara de petróleo encendida en la cocinita mientras nosotros dormíamos.

A los catorce años entre a servir en casa de Doña Claudia, una señora rica que vivía en la calle Núñez de Balboa. Era una solterona hija de un militar que estuvo en la guerra de Cuba y volvió fatal de la cabeza, y de una señora que siempre estaba enferma que acabó los últimos años de su vida recluida en sus habitaciones y medio loca. Doña Claudia se quedó a cuidarles a los dos y cuando murieron muy mayores se le había pasado el arroz, como se suele decir y aunque tenía dinero no hubo manera de poder casarla. Cuando llegué a la casa, un palacete con muebles y ambiente del siglo pasado, me pusieron de aprendiz en la cocina. Empecé preparando pequeños platos y acabe siendo, creo, una buena cocinera. Después, estuve también con los condes de Almansa hasta que se fueron a América cuando triunfó la república en el treinta y uno y yo me quedé sin trabajo.

2. El hombre del traje beige.

La calle parece desierta pero pueden verse a cada rato las ascuas de cigarrillo de los vigilantes armados en la escalera de la enorme casa grisácea. Las farolas de la acera, aunque encendidas, apenas alumbran tenuemente un círculo de suelo de un par de metros de diámetro. Las persianas del edificio permanecen en todo momento cerradas, aunque el calor veraniego hace estragos incluso en las horas de la madrugada.

Un coche negro sin distintivos dobla desde el cruce y enfila despacio la calle. Los de la puerta arrojan las colillas a la acera y se incorporan cogiendo las armas con las dos manos y se mantienen alerta. El haz de luz de los faros deslumbra a un gato sucio y raquítico que dormita en una sombra y sus grandes ojos amarillos centellean durante un segundo y luego desaparece como un fantasma.

El vehículo se detiene frente a la casa y el conductor apaga las luces y gira la llave y saluda a los guardias a través de la ventanilla del lado derecho.

Que hay, dice el conductor y se quita la gorrilla y se limpia el sudor de la amplia frente con el antebrazo.

Como siempre, Isidro, le responde uno de ellos sacando un paquete de tabaco y llevándose un cigarrillo a los labios.

Ha llegado ya, pregunta Isidro señalando la ventana de arriba.

Si, ha venido hace media hora con Cañibano. El que habla ahueca la mano sobre la boca y mira un instante por encima de su hombro y susurra:

Traían cara de pocos amigos. Han estado en la sierra. Las noticias no son muy buenas que digamos.

Isidro asiente y escupe en el suelo a través de la ventanilla abierta y saca el codo izquierdo y lo apoya sacando un pitillo del paquete que guarda en el bolsillo de la camisa. Lo enciende con una cerilla y mira un rato al frente mientras echa el humo por la nariz.

Que tal la parienta, eh, dice uno y hace una señal de barriga gorda y se la masajea.

Ahí sigue, cada día más gordita. Bien, bien, va bien la cosa. Responde Isidro y sonríe.

El gato famélico aparece por delante del coche caminando lentamente y mira al coche como recriminándole que le haya despertado y cruza la calle y se escabulle bajo una valla y desaparece del otro lado en la oscuridad. Isidro achica los ojos pero ya no le ve y bosteza y tira la colilla hacia allí.

Se abre la puerta de la casa y los dos hombres se incorporan volviendo la cabeza y uno con barba rala y descuidada y el pelo cortado a cepillo saca la cabeza y pregunta:

Ha llegado Isidro. Enfoca la vista hacia la calle: Ah, Isidro, tenemos trabajo. Y vuelve a entrar.

Vale, dice Isidro y arranca y se pone otra vez la gorra y espera. Al rato sale otra vez y abre del todo la puerta para dejar pasar a uno algo más mayor y con la cabeza afeitada y con el cuerpo rechoncho y los ojos azules y brillantes como piedras de río mojadas. Lleva un traje beige y una camisa blanca abierta y una cartera de cuero negra sin asas bajo el brazo. Detrás sale otro hombre con gorra y armado con un fusil que monta al lado de Isidro y los otros suben por la puerta de atrás. Todos llevan pistoleras de cuero enganchadas al cinturón.

Vamos a la modelo, Isidro. Hay que recoger a uno. Dice el de la barba.

Vale, Julián. Isidro mete la marcha y salen a oscuras. Cuando el coche dobla en el cruce, la calle queda en silencio y los de la puerta vuelven a sacar el paquete de tabaco y a encender los dos con la misma cerilla.

El coche callejea en la oscuridad y al rato sale a la gran avenida y pone rumbo al oeste y enciende las luces. La ciudad en guerra aparece ante ellos como en ruinas. Los grandes edificios esconden sus puertas y ventanas con pilas de sacos de tierra y las calles que recorren permanecen a oscuras para evitar la aviación enemiga y solo las garitas de los soldados de guardia dejan entrever un pequeño farol de luz tenue y difusa. Camiones de centrales sindicales o partidos de la coalición en el gobierno con grandes carteles en los laterales llenos de milicianos dormidos en la parte de atrás enfilan hacia las carreteras del noroeste camino de los frentes de la sierra a unas horas de viaje.

A la entrada del barrio más occidental de la ciudad, deben pasar el control de seguridad y los guardias miran con recelo a los ojos de los ocupantes y con el dedo en el gatillo de sus fusiles. El enemigo está a unos kilómetros de distancia y no son pocos los que tratando de aprovechar la oscuridad nocturna, intentan cruzar la tierra de nadie y reunirse con los sublevados al otro lado del río. El de beige saca un salvoconducto doblado en cuatro del bolsillo interior de la chaqueta y lo enseña.

Félix Cañibano, sindicato de transporte, vía libre, ministerio de guerra. Lee a duras penas el hombre de la barrera y vuelve a mirar la oscuridad interior.

Vamos a la modelo. Tenemos que recoger a alguien.

La mirada fija y azul desde el coche sorprende al guardia que baja la suya hacia los papeles y los vuelva a doblar y se los devuelve.

Muy bien. Tengan cuidado. La zona no está asegurada. Las brigadas han pasado hace un momento. Abre, la dice al compañero de la verja y saluda llevándose dos dedos a la gorrilla.

El barrio está evacuado casi por completo y desde hace días se preparan para vaciar también el penal. Isidro llega al final de la avenida y dobla hacia el norte. Los fantasmas habitan las casas abandonadas y las azoteas desde donde se percibe el combate. Al fondo, los muros blancos de la cárcel resaltan entre la oscuridad. Hombres adormilados apoyados unos en otros esperan en los camiones aparcados la señal para salir de la ciudad al encuentro del enemigo. Algunos fuman fuera y sus risas apagadas y sus comentarios resuenan en lenguas extrañas aunque sus miradas son limpias y reconocibles. Isidro les observa y levanta la cabeza como saludo y sigue su camino. El coche llega al final y dobla a la izquierda y se detiene delante de una puerta lateral del muro. El del traje y Julián salen y sin decir palabra se encaminan a la puerta. Llaman y Cañibano enseña unos papeles que ha sacado de la cartera. Al instante les franquean la puerta y vuelven a cerrar.

Isidro y el que va sentado a su lado se miran. Apago el motor, pregunta con la mano en la llave de contacto.

No, no apagues. No creo que tarden mucho. Deja el fusil entre las piernas y saca un paquete de cigarrillos y ofrece. Isidro saca sus cerillas y enciende los dos y fuman mientras esperan con el motor en marcha. Por encima del parque de árboles negros que tienen enfrente pueden ver a cada rato a lo lejos los relámpagos anaranjados seguido del retumbar de las explosiones con un sonido apagado pero no menos certero.

En efecto, no tienen que esperar mucho y antes de encender otro cigarrillo oyen el cerrojo interior de la pequeña puerta y sale Cañibano y detrás un hombre con un saco en la cabeza trastabillando inseguro y esposado con las manos detrás del cuerpo y sale Julián cogiéndolo por el brazo para que no tropiece y lo sube al coche, mientras el de beige desde fuera toca el brazo de Isidro con una mano blanda y le dice: Volvamos. Y no vuelve a abrir la boca.

Mientras conduce, Isidro no le quita el ojo de encima al del saco por el pequeño retrovisor del salpicadero de madera. Su respiración alterada infla y desinfla el saco y le da una imagen de irrealidad sombría y fantasmal. A veces dobla la cabeza para escuchar. Como no lleva ropa militar ni lleva ropa de cura, Isidro piensa que será uno de los que no pudieron salir de la capital cuando la sublevación o un francotirador de los que detuvieron al principio del verano. El pecho le bombea aire que traga a duras penas por entre la porosidad del saco. El coche se detiene delante de la casa, que permanece igual que antes de salir con los dos en la puerta y Julián tira del brazo del detenido: Muévete.

Mientras Cañibano sale por el lado contrario con la carpeta de documentos en la mano y penetra rápidamente en la casa, Isidro se queda sentado mirando la escena y pensando y suspira hondamente negando quedo con la cabeza.

3.

A Isidro le conocí en un baile y al principio no le presté atención. Fue en el veintiséis. Ya estaba yo sirviendo en casa de los condes. Los miércoles por la tarde, que era cuando librábamos las criadas, íbamos todas las amigas a bailar a un local que estaba, y todavía está, en la calle de la Farmacia, una pequeña calle a un paso de la Gran Vía. Siempre íbamos allí porque es un sitio muy grande y bonito con cristales hasta el techo y actuaban las mejores orquestas de toda España. Isidro fue con compañeros suyos tranviarios. No le presté atención porque no era el tipo de hombre que pretendía para mí. Era delgaducho y un poco calvo aunque era todavía joven y yo había soñado que conocería a un hombre alto con un pelo fuerte y negro como algunos actores de las películas americanas que veíamos en los cines del centro. Pero como dicen por ahí, el amor es ciego, y eso me sucedió a mí. Él y sus amigos estaban allí en la barra del fondo bebiendo y mirando a las chicas y a mí no me sacaba nadie a bailar, no porque yo sea fea, ni mucho menos, pero es que yo no quería bailar con cualquiera. La verdad es que no se bailar muy bien. Pero me encanta la música y yo iba por oír las estupendas orquestas que tocaban allí.

Estaba allí escuchando la música y bebiendo algo, supongo que un refresco, yo no bebo cerveza ni nada de alcohol, porque en seguida se me sube a la cabeza y me pongo a decir tonterías. Isidro iba vestido con un traje negro y con camisa blanca y corbata. Iba muy guapo, pero yo ni lo vi. Cuando me preguntó si quería bailar, no me di cuenta de que me estaba hablando a mí; durante un instante se quedó allí mirándome y al rato me dio vergüenza mi despiste y también algo de pena y le dije que sí y me levante toda dispuesta. Isidro tampoco baila bien, y míranos allí cogidos para bailar y no sabíamos como empezar, así que solté una carcajada y a él también le hizo gracia y estuvimos un rato riéndonos. Alguna vez lo hemos recordado, y los dos pensamos que fue por la risa por lo que empezamos nuestra relación. Fue muy bonito y muy raro. Nos veíamos en el baile todas las semanas y nos hicimos amigos. Al cabo de unos meses empezamos a salir solos, al cine a ver esas películas americanas que tanto me entusiasman, aunque claro como iba con él, no podía decir las burradas que decíamos cuando íbamos sólo las amigas. Pero bueno, nos lo pasábamos muy bien. Después, a veces íbamos al parque del retiro y allí merendábamos y veíamos pasar toda esa gente bien vestida que vive por allí. Mirábamos sin envidia ni resentimiento, porque soñábamos con un mundo mejor para todos y por eso voté la república en el treinta y uno. Fue un momento precioso, toda la gente en la calle celebrándolo, sin disturbios ni tiros ni nada, todos contentos y escuchando la radio dando la salida de España del rey. Fue una cosa estupenda. Pero bueno como decía, empezamos a salir y cuando quise darme cuenta me enamoré de él. Y es porque es un hombre muy bueno. Me cuida, se preocupa por mí, por lo que me gusta y por lo que siento. Y también me deja cuidarle. No me importa que ya casi no tenga pelo, ya no me importa el pelo, ahora lo que me importa es que sé que es la persona que puede cuidar de mí y de mi bebé. Y que daría la vida por nosotras.

Nos casamos en mil novecientos treinta y dos y lo hicimos en una pequeña iglesia de Vallecas. Él es ateo y anticlerical y no soporta las sotanas y yo soy republicana pero creyente. Mi jesusito que no me falte nunca, y la virgen tampoco. Así que hicimos lo que yo dije, aunque, para darle una alegría a Isidro, me casé con vestido negro como se llevaba entonces y no de blanco como cuando estaba el rey y había que hacer lo que decían los curas. Después de la boda y el convite, nos fuimos en el autobús de línea a la casa de la madre de Isidro en el pueblo y nos quedamos unos días. Ella no estaba, claro. Como vino a Madrid a la boda, se quedó en casa de su hermana que vive en Madrid, durante el tiempo que pasamos en el pueblo. Esa fue nuestra luna de miel, pero bueno, no me quejo, no teníamos dinero y lo pasamos muy bien y comimos como nunca. En los pueblos, ya se sabe, se come mejor que en la capital.

4. El infierno en el cielo.

El sol baña la explanada llena de gente en el paseo central del mercado callejero y observando en derredor. Los vendedores vocean sus artículos aquí y allá y el aroma de comida se confunde con el de las flores arracimadas sobre los pequeños puestos engalanados con banderas tricolores. Mujeres y hombres pasean cogidos del brazo y gastándose bromas y comiendo altramuces de pequeñas bolsas de papel. El verano está en su apogeo y los pájaros chillan y discuten invisibles desde castaños traídos de oriente para ensombrecer los caminos que confluyen en la plaza de toros y cuyas altas puertas de hierro están rodeadas de grisáceos sacos de tierra. Grupos de milicianos fuman y observan apoyados en camiones con el fusil al hombro y la gorra ladeada.

Elisa pasea entre los puestos mirándolo todo y sintiendo el calor bajo el vestido. En un brazo lleva un bolso negro y con el otro sujeta su pequeña barriga inflada protegiendo inconsciente lo que ha de venir. Su hermosura no pasa desapercibida y los milicianos se dan codazos y silban cancioncillas obscenas y ella siente que el calor le atosiga y camina rápido hacia el puesto del pan.

Elisa, cariño, donde vas corriendo.

Ella mira con los ojos sorprendidos por encima del hombro y ve a una del barrio y se para en seco y respira con dificultad y siente que el calor de las mejillas se desvanece y se ríe enseñando sus hermosos dientes blancos.

A comprar pan y un melón, dice mirando de soslayo a los soldados que no le quitan ojo de encima.

Cómo está el pequeño, dice la vecina dejando caer la mano hacia la barriga de ella.

Elisa sonríe y dice, muy bien, le encanta el melón. Y se ríe de su ocurrencia.

Los milicianos vuelven la cabeza y miran por encima del camión y escuchan. Uno de ellos arruga la frente y tira el cigarrillo y sube al camión y coge el teléfono de la cabina. Los pájaros han callado y levantan el vuelo como una nube negra y huyen. El altavoz de la plaza berrea un espantoso alarido de emergencia y la gente se sobresalta y se mueve hacia un lado y luego hacia otro. Los milicianos gritan a la muchedumbre:

Aviones. Al metro, rápido.

Elisa mira a los soldados y ninguno mira hacia ella y se asusta: Qué pasa.

Mira al cielo y una nube pasa por delante del sol avisándola y ella siente frío y se protege la barriga con las dos manos.

A lo lejos, sobre el cielo de la ciudad a gran altura, tres pájaros negros vuelan en línea recta. Los hombres se detienen y se protegen del sol con la palma hacia abajo y miran al cielo. Las mujeres cogen las cabezas de los niños y las meten entre sus faldas y enfilas a paso rápido hacia el final del mercado ambulante, hacia la estrecha entrada del metro.

Se oye un silbido largo que nadie sabe lo que es y al final una explosión rompe todos los sonidos que existen y una nube de polvo blanco se eleva desde el otro lado de la cuidad y luego otra y otra.

Un miliciano vuelve a gritar: vamos, rápido, al metro.

Algunos puestos caen hacia atrás ante la avalancha de gente que enfila hacia la boca de la estación. El soldado que hablaba por el teléfono arranca el camión y da marcha atrás y entra en la plaza de toros por la puerta de cocheras. Un perro flaco se desliza asustado detrás del vehículo hacia las sombras del redondo edificio mientras de la pila de sacos de tierra situado a la derecha de la puerta de la plaza asoma una ametralladora con el cañón fino y largo que apunta al cielo ante un miliciano sentado. Otro soldado mueve la silla de aquél a derecha e izquierda según sus indicaciones. Los aviones se hacen más grandes a cada segundo y el sonido los envuelve por encima de los gritos de la gente. Alguien agarra a Elisa desde atrás y tira de ella.

Vamos al metro, corre. Un miliciano la mira con los ojos muy abiertos y asustados y luego mira al cielo. Muévete.

Las escaleras de la estación están abarrotadas. Las mujeres bajan asustadas mientras los niños se agarran a sus faldas negras y se tapan los oídos. El soldado arrastra a Elisa por las escaleras de entrada entre empujones y gritos. Desde los soportales de las casas aledañas a la plaza los muchachos miran hacia lo alto y señalan con el dedo sujetando las cabezas de los más pequeños para que puedan ver las sombras negras que se aproximan con sus cargas de destrucción. Una bomba silba invisible desde todos los lados y explota en el centro de la plaza y los cascotes desbaratan los puestos del mercado y una nube inmensa de polvo gris se eleva produciendo una neblina que se desparrama en derredor. El cañón de la plaza de toros escupe con estruendo sus balas, aunque el miliciano que lo maneja sabe que los aviones están demasiado altos para poder hacerles daño. Aún así, aprieta los dientes y vuelve a disparar.

En la estación, los niños lloran y las viejas murmuran bajo mientras finos hilos de tierra y cal caen desde el techo al unísono de las explosiones exteriores. Elisa se agarra al brazo de la señora que está a su lado aunque no la conoce y aprieta cerrando los ojos y ésta, que la ve asustada y encinta, le abraza y le susurra al oído: No te asustes, bonita. Ya se van.

Y mira por encima del hombro de la chica y ve a los otros mirando hacia ninguna parte y con el miedo tatuado en la frente y las dos rompen a llorar abrazadas.

Al rato, suena de nuevo la señal de que los aviones han pasado y la multitud bajo tierra suspira y maldice a los fascistas con las caras aliviadas mientras sus cuerpos se estremecen. Elisa había quedado abrazada a su compañera y el calor y las lágrimas las habían adormecido. Abre los ojos y oye los sonidos de los zapatos arrastrándose por el andén. Los niños han dejado de llorar y un murmullo apagado trasmite a los cientos de personas el horror recién vivido.

Sale a la calle parpadeando por el sol y la escena que ve es opuesta a la que vio al llegar por la mañana a la plaza. Montañas de escombros se esparcen por aquí y allá y una neblina blancuzca invade todos los rincones. Los hombres están atareados sacando piedras del gran agujero negro que está en mitad de la calle. Otros miran desde el borde y señalan hacia abajo o permanecen en jarras. Un coche negro se acerca lentamente y se para a escasos metros del socavón. Desde abajo un miliciano en mangas de camisa sube el terraplén empujado por los que están detrás y lleva, entre sus brazos, el cuerpo de un niño con la cabeza echada sobre los hombros y el flequillo rubio tapándole la cara. Sube al chico en el asiento posterior del coche y dan marcha atrás y salen a toda prisa tocando la bocina mientras los transeúntes se van apartando. Otros sucios cuerpos aparecen diseminados en la calle sobre charcos de sangre roja. Llegan más coches y montan los cuerpos en ellos mientras los que permanecen allí cuentan lo ocurrido señalando el lugar del cielo por el que aparecieron los aviones asesinos y los que han llegado ahora forman un corro alrededor y miran al horizonte haciéndose sombra con la mano.

Elisa vaga entre los viandantes mirando en derredor y mientras solloza se sujeta la barriga entre las manos. No lleva el bolso pero no se ha dado cuenta. Sólo quiere llegar a casa y abrazar a Isidro y sentir la vida que lleva en sus entrañas y olvidar lo que está viendo. Llega a su calle y los vecinos están en el portal en corro y hablando de lo sucedido.

Elisa, que te pasa. De donde vienes.

De la plaza. La chica rompe a llorar y se abraza a la vecina que ha preguntado.

Vienes de allí. Que horror. Quitarse de la puerta, no veis que está herida.

La señora le ayuda a subir y los demás suben detrás hablando entre ellos.

Elisa se da cuenta de que no lleva el bolso y mira implorando a la vecina. La mujer aporrea la puerta.

Isidro, abre. Elisa tiene algo. Isidro.

No, no tengo nada, no estoy herida. Isidro, despierta, por favor.

El hombre abre la puerta en camiseta y los ojos asustados y coge a Elisa y la abraza.

Que ha pasado, he oído los aviones. Donde lo han soltado.

En la plaza, dice ella. He podido meterme en el metro. Ha sido un milagro. Han matado a algunos.

Hijos de puta asesinos. Coge a Elisa y la sienta en la butaca. Te han herido.

No, no. He podido meterme en la estación de metro.

Los vecinos entran con ellos y miran desde la puerta del saloncito.

Tomasa, un poco de agua de la cocina, por favor. Isidro coge a la muchacha de las manos y las besa.

Quitarse de en medio, que aquí hay trabajo. Iros al portal a gandulear.

Y los vecinos salen de la casa murmurando y mirando por encima del hombro y asintiendo serios. Tomasa cierra la puerta detrás de ellos y entra en el salón llevando un vaso de agua y sujetándolo con las dos manos.

Elisa respira pausadamente en la butaca con los ojos cerrados y los abre y ve a Isidro y a Tomasa de pie delante de ella mirándola con los ojos bien abiertos. Sonríe a duras penas y dice:

Ya pasó. Gracias Tomasa. No tengo nada, fue sólo la impresión.

Tomasa abre la boca para decir algo y no dice nada y mira a Isidro.

El hombre echa el brazo sobre el hombro de la vecina y la acompaña a la puerta.

Gracias, si pasa algo te aviso.

La mujer más tranquila asiente y sale y se cierra la puerta.

5.

Aquella noche cuando Isidro llegó a casa, tuvimos muchas cosas que hablar. Nuestro futuro y de lo que había pasado ese día. El nuestro parecía un poco menos incierto que lo segundo. Isidro había estado en una asamblea en el sindicato de transportes y se dieron consignas de fortaleza y se exigieron armas al gobierno para luchar contra los sublevados. Llegó a casa muy nervioso y yo, al principio, no me atreví a decirle lo del bebé. No se podía estar quieto, se sentaba en la butaca y sintonizaba una emisora en la radio del salón y tamborileaba con los dedos en la mesa camilla y se levantaba y cruzaba la habitación y miraba por la ventana. Yo le dejé allí y me fui a preparar la cena. Desde la cocina le grité,

Isidro, pon la mesa, anda, que vamos a cenar.

Qué cena ni que cena, dijo él, como puedes tener hambre, se están dando de hostias ahí mismo y tú haciendo la cena.

Se volvió, olisqueó el aire, pero bueno, a qué huele.

A hígado con cebolla, dije yo tan tranquila sonriendo.

Hígado, que celebramos. De donde lo has sacado.

Lo he comprado, hombre, de donde lo voy a sacar.

No dijo nada y extendió el hule y se llegó a la cocina a investigar, mientras cogía los útiles para la mesa.

Joder, que bien huelo eso, ya me dirás que está pasando, no.

Yo no dije nada y cuando nos sentamos con los platos en la mesa, él estaba un poco avergonzado de lo que me había dicho. Y dijo, bueno, pues si que tengo hambre, si.

Bajó el volumen de la radio y se puso a trasegar el plato de hígado que le había puesto, mojando con pan en la salsa. Yo me quedé mirándolo y sonriendo.

Está cojonudo, Elisa.

Cuando acabamos de recoger la mesa, nos volvimos a sentar y me dijo: la cosa está jodida. Los fascistas y los militares quieren tirar el gobierno. Todavía no se sabe que está pasando en el resto de España pero lo que está claro es que esta vez si que parece que se la están jugando. En el sindicato están dispuestos a todo. Ha llegado el momento de pelear.

Y yo como una tonta le dije, Isidro, escúchame un momento, anda.

Claro que si, que pasa.

Pues que estoy preñada.

Qué, dijo él.

Vamos a tener un bebé, Isidro.

Elisa, dios mío. Se levantó y vino hacia donde yo estaba y se arrodilló delante mía y puso su cabeza en mi regazo. Elisa, dijo con lágrimas en los ojos, eres maravillosa. Y preguntó: es un niño o una niña.

No tengo ni idea, Isidro, le dije y como pensando, cuando nazca si tiene cola es un niño y si no, es una niña.

Muy graciosa, como le llamaremos.

No lo sé, todavía es pronto. Ya veremos.

No, hay que pensarlo ahora. Es el mejor momento. Cuando está todavía por hacer y así podremos hablar con él y llamarle por su nombre.

Ya, pero tendremos que pensar en dos nombres. Uno para un niño y otro si es una niña.

Una niña, preguntó él, incrédulo. Que va, Será un niño.

6. Un sombrero sin dueño.

Julián saca la cabeza por la puerta y susurra al oído del guardia, mientras Isidro apoyado en el lateral del coche con los brazos cruzados fuma y espera. El guardia deja el fusil en la esquina y con un movimiento de cabeza hacia dentro le dice a Isidro:

Entra conmigo, hay que llevarse a uno a la enfermería. Y guiña un ojo.

Vale, Paco.

Isidro no ha entrado muchas veces en la casa y tira la colilla y traga saliva mirando el cogote de Paco. Es un antiguo caserón de más de cien años y posee la solera de las mansiones de la gente rica aunque se use para otras cosas. Los muebles de maderas nobles y los grandes cortinajes que una vez fueron el ambiente perfecto para fiestas de familias de postín de la capital son ahora el refugio y el cuartel general de la brigada de seguridad del sindicato de transportes dirigida por Antonio Alba y el hombre del traje beige.

Alba es un personaje oscuro y huraño que no entabla conversación con nadie excepto con su segundo. Tiene un cuerpo estrecho y fino y una cabeza pequeña y el pelo negro y alborotado como si no lo peinase nunca. Los hundidos ojos negros en las cuencas como pozos enigmáticos que esconden misterios en sus profundidades.

Entran en el vestíbulo y cierran la puerta. Sin luz natural, las bombillas iluminan las habitaciones sin resquicio de sombra y los hombres parpadean y achican los ojos. Una gran fotografía de Carlos Marx cuelga en la pared opuesta. Antonio está vuelto de espaldas en la habitación de enfrente delante de una biblioteca repleta que llega hasta el techo. El jefe parece realmente pequeño entre cientos de libros. Se vuelve con el libro que está hojeando en las manos y hace una señal y la puerta se cierra sin hacer ruido.

Julián dice desde una puerta lateral: Eh, vosotros, por aquí.

Y se vuelve y comienza a bajar las oscuras escaleras sólo iluminadas por una fría y desnuda bombilla. El sótano está formado por un repartidor pequeño y con olor a humedad y tres puertas oscuras cerradas que dan paso a otras tantas habitaciones. Isidro escucha y no oye nada. El de la barba abre la puerta de la izquierda y la oscuridad no permite ver nada. Isidro tiene que contener una arcada por el olor que sale de allí. El otro hace un movimiento hacia la pared del pasillito y se enciende otra bombilla dentro de la pequeña habitación. Mira dentro y ve un hombre en mangas de camisa con manchas de sangre seca y las manos atadas a la espalda con una cuerda y la cabeza colgando hacia delante.

Ya veis como se ha puesto de enfermo, habrá que remediarlo.

Da la vuelta al hombre sentado y comienza a desatar los fuertes nudos de las muñecas. El hombre se desmadeja cuando le suelta y cae hacia delante. Isidro reacciona y le sujeta de los hombros y entre todos lo vuelven a sentar. El olor de defecación es intenso e Isidro mira hacia la puerta.

Coge la chaqueta y el sombrero, dice Julián señalando algo oscuro tirado en una esquina. Paco obedece y se la abrochan de cualquier manera con los botones desparejados y le encasquetan el sombrero lleno de polvo. Isidro no puede articular palabra alguna y sólo mira al pobre hombre e intenta respirar lo menos posible.

Bueno, ya está guapo. Cogerlo cada uno de un lado y al coche.

Isidro y Paco cogen los brazos del hombre y se los pasan por los hombros y lo levantan y comienzan a andar mientras él arrastra los pies haciendo un ruido como de viento. Les cuesta mucho subirlo por las estrechas y oscuras escaleras y llegan arriba sudando y maldiciendo entre dientes.

Esperar, a ver si está tranquila la calle, dice Julián y abre la puerta y sale un momento y vuelve a entrar.

Sacarlo, y se adelanta a abrir la puerta de atrás del coche.

Isidro y Paco, con los dientes apretados empujan al sujeto que cae vuelto de espaldas sobre el asiento y empujan las piernas que se han quedado fuera y cierran. Isidro apoya el brazo en el coche mientras boquea de cansancio y Paco se seca el sudor de la frente con un pañuelo gris que saca del bolsillo de atrás del pantalón. Julián se deja caer en el asiento delantero:

Vamos, que no tenemos toda la noche.

Paco se sienta detrás y le vuelve a colocar el sombrero que ha caído al suelo del coche.

Rodean la gran puerta de tres arcos de piedra con inscripciones en latín construida por un rey olvidado dejando a la derecha el enorme parque de álamos y castaños y otros árboles centenarios rodeados por una verja labrada en hierro negro y enfilan por el solitario camino del este. Dejan la plaza de toros atrás y cogen la oscura carretera y sólo los faros del coche hacen visible por un momento las formas arbóreas y desaparecen después como si no existieran realmente.

Pasa el cementerio y detente un poco más allá, en la pinada que hay detrás.

No vamos a ningún hospital, asegura ingenuo Isidro mirando fijamente el haz de luz frente al coche.

Si hombre si, vamos al mejor de todos. Este se lo merece. Julián sonríe triste y enciende un cigarrillo y calla.

Las luces del coche iluminan las tapias del cementerio y siguen hasta el final y más allá el fresco de la noche entre los pinos hace estremecer a Isidro.

Isidro frena y escora el coche hacia los árboles y espera con las dos manos sobre el volante.

Sacarlo, dice el otro y sale del coche y escupe.

Paco dice: Vamos Isidro, a ver si acabamos pronto.

Que vamos a hacer, Paco, vamos a matarlo.

Pues claro, que pensabas. Es un hijo de puta. Le cogieron pegando tiros desde su casa y se ha cargado a tres o cuatro. Tú que harías.

No sé, joder. Pero así en medio del bosque como un animal.

Es un fascista, Isidro. Vamos, acabemos de una vez.

Paco abre la puerta y comienza a tirar de él.

Isidro sale del coche y entre los dos sacan al hombre fuera.

Traerlo aquí, dice Julián. Saca su arma negra y brillante de la pistolera del cinto y la monta cogiendo con una mano el final del cañón y tirando para atrás la recámara con un sonido metálico y espera con los brazos en jarras y las piernas abiertas.

Los dos hombres arrastran al detenido por los hombros y sus pies van dejando surcos entre las hojas secas y el mantillo del suelo. Le dan la vuelta para que mire al cielo. Julián coge el sombrero y lo arroja lejos con un movimiento de muñeca y lo ven deslizarse paralelo al suelo como sobre un cristal y desaparecer entre los árboles.

Hijo de puta, ha llegado tu hora. Dice y le pega un tiro en la cara.

Isidro se vuelve y mira al cielo y sólo ve los enormes pinos alzados murmurando al compás del viento. El silencio envuelve la noche después de la detonación y los insectos se esconden y se callan.

Julián vuelve a cargar el arma. Ni siquiera se ha dado cuenta de nada, dice y le pega otro tiro. Un trozo de cuero cabelludo salta y le deja un remolino en el pelo como un niño travieso.

Se acabó. Éste ya no molesta más. Vámonos.

El coche da la vuelta y enfila hacia la ciudad. Al rato las cigarras vuelven a cantar y el viento remueve un poco el flequillo del hombre tirado entre los pinos.

7.

Mi familia es de un pueblo de Guadalajara que se llama Caspueñas. Son gente humilde que trabajan la tierra desde hace generaciones y ninguno apenas ha salido de la región. Mis padres no desde luego. Me padre debería haber salido pero no lo hizo. Fue durante la guerra de Cuba a finales del siglo pasado. A mi padre que se llama como yo, Isidro Cabañas, le llamaron a filas allá por el año mil ochocientos ochenta y siete y sucedió que no quería ir, era el mayor de dos hermanos y pensaba que no se le había perdido nada en el otro lado del mundo. Y pergeñaron entre él y su hermano Saturnino que fuera éste el que fuera a alistarse. En aquella época no había llegado la fotografía todavía a España y como la diferencia de edad entre ellos era de año y pico pues en el ejército no se enteraron. Eran muy diferentes; Isidro era trabajador y metódico y quería labrarse un porvenir en su pueblo y Saturnino era un vago, vividor y un poco irresponsable. Total que al final Saturnino se marchó a Cuba sustituyendo a Isidro y éste se quedó en el pueblo trabajando con el abuelo el trocito de tierra que tenía. Y contentos y felices los dos.

Pasó otra cosa curiosa que merece la pena recordarla y es que los dos estaban hablando con dos hermanas, Vicenta con Isidro y Balbina con Saturnino. Eran dos hermanas que vivían en el pueblo, hijas de otro agricultor como mi abuelo. Se conocían de siempre las dos familias y los chicos se hicieron novios de las chicas. Cuando Saturnino se fue a Cuba, Balbina se quedó sola y a la otra pareja le daba pena y siempre estaban los tres juntos. Pero con el tiempo, resultó que Isidro y Balbina estaban más juntos ellos dos que con Vicenta y al final se liaron y se casaron. Cuando volvió Saturnino de Cuba, todo el mundo pensaba que se iba a armar la gorda entre los dos hermanos, pero Saturnino volvió más vivalavirgen que cuando se fue y no le dio la menor importancia y se largó del pueblo. La única víctima de toda ésta historia lógicamente fue Vicenta que se quedó sin uno y sin otro. Nunca se casó y se quedó cuidando de sus padres hasta que murieron.

En cuanto a mí, decididamente no me gustaba trabajar en el campo; mi padre intentó enseñarme el oficio pero no hubo manera. Me atraían mucho más las máquinas y los coches. Primero me interesé por las locomotoras de los trenes y luego, aprovechando un viaje que un hermano de mi padre hizo a la capital, me vine con él y aquí me quedé y me llevó de aprendiz a la fábrica de tranvías, que estaba empezando a funcionar. Después de intentarlo durante días, al final me cogieron y me enseñaron lo que ahora sé. Luego me hice conductor y ahora no hay nada que se me escape de cualquier cosa que tenga ruedas, ya sean de hierro o de caucho.

Con el tiempo me hice con un puesto de tranviario en el servicio público de la ciudad y aquí he estado siempre. No puedo quejarme, pero tengo que decir que mi vida habría sido otra muy diferente si no hubiera a Elisa. Ella es lo que son las mujeres de verdad, y me ha ayudado a trazarme un camino que yo, por mí solo, no habría podido. Ella fue mi pensamiento en todos los momentos duros e incluso trágicos que tuve que pasar en la guerra y después cuando nació la niña fueron las dos personas más importantes de mi vida, aunque al principio quise un niño.

8. En la sierra.

Isidro deja la estación del ferrocarril a su espalda, donde una multitud con maletas de cartón y mantas repletas de cosas atadas con grandes nudos se agolpa en las colas de ventanilla mirando sobre la palma de la mano las últimas monedas que servirán para alejar el temor unos días, y con paso rápido se dirige al edificio del final de la calle mientras el sol de la mañana le calienta el cogote y le pica y se lo protege con la chaqueta. Sacos terrenos apilados ocultan las puertas de entrada y se para pensativo con las manos en los bolsillos y mira hacia la plaza de más allá que bulle de gente arriba y abajo y ve que la fuente situada en el centro está seca de agua y llena de hojas de color del cobre y de grises excrementos de paloma. Una fila de carros, con estrechos barrotes de madera y grandes ruedas tirados por viejos mulos o burros y lonas viejas que ocultan sus misteriosas cargas, la rodean dirigiéndose hacia el mercado callejero de la zona antigua donde el estraperlo ha extendido sus raíces intuyendo el invierno que se avecina incierto y frío.

Enseña el salvoconducto al miliciano armado que protege la puerta y se para al cruzarla hasta que sus ojos se acostumbran a la oscuridad interior. Al rato sube por la gran escalera de mármol de la derecha y sigue por el pasillo iluminado por tristes bombillas solitarias y lleno de puertas cerradas. Se detiene ante una en la que un letrero anuncia “Sindicato de Transportes. Primera columna. Jefatura”. Llama con los nudillos y escucha. Nada. Vuelve a llamar y oye una voz apagada, pasa. Se endereza y entra en una habitación sin ventanas. Una chica joven está sentada detrás de una pequeña mesa a la derecha. Tiene el pelo negro y ondulado y lleva un vestido color vainilla, cuello redondo y manga larga y la cara lavada y sin maquillaje. Está revisando una pila de papeles y se detiene y sonríe.

Buscas a alguien, le dice.

Isidro la observa y durante un segundo no recuerda a qué ha venido, luego saca el carné del sindicato y dice: Si, me llamo Isidro Cabañas, estoy asignado a Seguridad con Antonio Alba. Quisiera hablar con el jefe Daroca. Cañibano me ha dicho que venga a verle.

Vale, espera un momento, siéntate ahí, y le señala unas sillas.

Se levanta y vuelve la cabeza mostrando sus dientes blancos y entra por la puerta del fondo y la cierra. El hombre mira hacia atrás y se sienta frente a la mesa de ella y mira los dos enormes carteles pintados que hay a ambos lados. En uno, sobre un fondo con la bandera tricolor, una cara femenina a carboncillo vocea con la mano ahuecada sobre la boca “alistaos. La patria os llama” y el otro, sobre un miliciano que va a pisar un mendrugo de pan y una botella que parece de vino el siguiente mensaje “milicianos, no desperdiciéis municiones, víveres ni energías”.

La morena vuelve a salir y a cerrar tras ella y camina hacia su mesa y se detiene junto a ella. Cabañas, tendrás que esperar un rato, el jefe está bastante ocupado, está con unas personas.

Bueno, dice él y sonríe. La chica se sienta en su silla y cruza las piernas. Isidro no puede evitar mirarlas y se sonroja y busca algo en la silla que tiene al lado. Coge el periódico que hay sobre la silla y ojea la primera página “Largo Caballero forma gobierno” y en letras más pequeñas “mantendré la autoridad a cualquier precio”. Isidro asiente y las pantorrillas de la chica otra vez allí. Vuelve al periódico y sigue leyendo un rato.

Tuvo que esperar y se estaba adormilando, pero al cabo de veinte minutos oyó ruidos al otro lado de la puerta del jefe y se incorporó. Se abrió un poco y oyó “Cabañas, pasa”. Se levantó y la chica le sonrió y le indicó la puerta. Entró y cerró y vio al jefe que se sentaba detrás de un escritorio lleno de papeles y una lámpara de hierro forjado con una cubierta de cristal. Delante de la mesa dos sillas. Olía a humo de cigarrillos y todavía humeaban algunas colillas en el cenicero repleto de la mesa.

El jefe Daroca, un tipo alto y atlético con un flequillo largo y peinado hacia un lado y el cogote casi rapado le miraba con los brazos cruzados desde su sillón.

Buenas, jefe. Dice Isidro.

Siéntate, hombre, responde Daroca y apoya los codos sobre la mesa y se queda mirando un momento a Isidro a los ojos.

Félix me ha dicho que tienes un problema, y que hay que solucionarlo cuanto antes.

Bueno, es que,…, quiero ir con la columna. Isidro mira el humo de la colilla en el cenicero y vuelve a mirar al jefe.

Y eso. No te va bien con Alba.

Si pero es que no puedo…, no puedo hacer…, las cosas van regular en la sierra y quisiera ayudar allí.

No, no van bien, es cierto, pero aquí estas cumpliendo una misión importante. A lo mejor en la sierra estas peor.

Ya pero no puedo seguir, jefe. De verdad se lo digo. Apenas duermo.

Te puse con Alba porque eres un de los mejores conductores que tenemos. Cuanto tiempo llevas en el sindicato, preguntó Daroca.

No sé, diez o doce años. Respondió Isidro. Pero,…, le puedo hablar con franqueza, jefe.

El jefe apoya los codos en la butaca y mira a Isidro y asiente.

Isidro respira profundamente y dice: es que no puedo hacerlo, jefe. Ese trabajo es muy duro, hay que tenerlos cuadrados y yo no soy así. Algún día formaré algún lío y no quiero. Quisiera defender Madrid en las trincheras.

Daroca no dice nada y le ofrece un cigarrillo y se quedan los dos echando el humo hacia el techo y al rato dice: y las trincheras que te crees que es, el chocolote del loro.

Ya sé que allí están bien jodidos, y sé que no tengo derecho a pensar que soy mejor que lo que son los que están allí arriba. Yo no valgo para esto, jefe. No quiero crear problemas, pero tienes que cambiarme de puesto. Mi mujer puede seguir con lo del tranvía o hasta que la barriga no la deje trabajar más.

Bueno pues vale, en un par de días te busco un destino, de momento sigue yendo allí, podrás esperar un par de días, no.

Si, si claro.

Pues eso, te mando la orden donde Alba. Y que tengas suerte en la sierra y con lo de la mujer.

Gracias, jefe. Los pararemos, no se preocupe.

Eso espero. Se recuesta y enciende otro cigarrillo con la colilla y le ofrece a Isidro y se queda allí fumando y dice: otra cosa, supongo que no hay que decir que de lo que hayas visto y oído, chitón. De hecho, no has visto nada.

Nada, jefe, no me enorgullece lo que he tenido que hacer, pero no se preocupe; soy una tumba.

Yo no me preocupo, hombre. Si abres la boca, el que debe preocuparse eres tú.

El camión traquetea y está a punto de calarse pero el conductor pisa el embrague y acelera y el motor vuelve a sonar con fuerza. Isidro, sentado en el asiento de la derecha, tiene los ojos cerrados y los brazos cruzados y parece dormir. Lleva el uniforme nuevo de la milicia y una gorrilla negra caída un poco sobre la cara y sostiene un fusil entre las piernas. El cielo está blanco como de algodón y los primeros vientos del invierno enfrían el terreno y lo endurecen. Las pocas y diseminadas construcciones que se ven aparecen desiertas de gente y animales. Sólo las rapaces habitan estos páramos y vigilan desde el cielo la zona con ojos amarillos buscando entre las enormes piedras vestidas de gris y verde el mínimo movimiento que les avise de la presencia de algún pequeño roedor despistado.

Al fondo del pétreo paisaje, las negras montañas aparecen majestuosas y el cielo se oscurece de repente y ensombrece los húmedos recodos del empinado camino. Isidro abre un ojo profesional y comenta: Oye, ten cuidado cuando empecemos a subir, seguramente hay hielo.

Vale, dice el otro agarrando al volante con ansia.

El frente está a pocos kilómetros y la subida hay que hacerla por los caminos del este, más suaves que otros y más largos. El camión pasa por un antiguo convento de clausura convertido en cuartel donde los fantasmas de los masacrados frailes deambulan sobre los brillantes tejados de pizarra esperando su momento de venganza o de perdón. Un torrente de encajonadas aguas negras baja deprisa como huyendo del combate que ha visto más arriba y un inseguro puente de madera mojada cruje bajo las ruedas y permite a duras penas que llegue de la ciudad el material esperado y los víveres y el vino que calentará las entrañas de los soldados y retrasará quizás la hora de la derrota o de la muerte.

La columna está estacionada en las inmediaciones de un pequeño pueblo serrano donde los responsables comparten las pocas casas que aún pueden usarse. El resto están diseminados entre las ruinas de las que han sido destrozadas y enormes tiendas de campaña de lona verde y todos esperan la próxima confrontación. La artillería enemiga no castiga la zona con excesiva dureza y pueden dormir unas horas. Cuando el camión llega a media tarde, el cielo encapotado y la humedad amenazan noche de tormenta y aguacero y lo reciben con silbidos de aprobación como piropos a una mujer.

Isidro coge sus pertenencias y se despide del joven conductor y se encamina hacia la casa que hace de jefatura de la columna. A lo lejos entre los riscos puede oír el retumbar de los cañones y de las explosiones. Se cruza con otros milicianos y ve en su semblante el cansancio y la debilidad y piensa que él tendrá la misma pinta en unas pocas semanas, pero está feliz y desea quedarse allí. Con suerte podrá ir a ver a Elisa cuando nazca el niño y piensa en ellos y estira el cuerpo y golpea con determinación la puerta de la casa. Empieza a llover sobre las montañas y el viento empuja algunas gotas sobre la cara del miliciano.

9.

La primera vez que vi a Elisa me quedé, no se como decirlo, parado; bueno parado es poco, mucho más, congelado. Era una chica preciosa y llevaba un vestido floreado y le sentaba de maravilla ciñendo las curvas de su cuerpo lleno de vitalidad. Ella estaba con unas amigas que trabajaban en casas, como ella, pera eran, por qué no voy a decirlo, un poco descuidadas. Se ponían a bailar con el primero que llegaba y se reían como unas locas. En cambio Elisa se sentaba en una butaca y sus ojos brillaban cuando la música sonaba. A mí no me entra, soy como sordo, pero a ella la convierte en algo mejor, si eso es posible. No se que pudo ver en mí. A ella le gustaban los actores americanos como ese del bigotito, caracable le llamábamos y no me parezco a ese ni a ningún otro. Pero bueno el caso es que acabamos juntos y enamorados.

Recuerdo el día en que le pedí que se casara conmigo. Fue en primavera y estábamos sentados en un banco del retiro. Árboles de todos los tamaños y colores abundaban por los alrededores y los pájaros chillaban y se perseguían tratando de cogerse las colas con sus picos como pasa siempre en ésta época del año. Nosotros comíamos algo que había traído ella de la casa donde servía y cuando acabamos pensé que me gustaría estar siempre así con ella. Comiendo y mirando los pájaros volar. Y a ella se le llenaron los ojos de lágrimas cuando se lo comenté y ella dijo que también, que le gustaría estar así para siempre.

Siempre he sabido que los tenía bien puestos. Y desde luego me ha demostrado que era la mujer de mi vida, o mejor aún que yo era su hombre, incluso antes de casarnos. Un día que salía con los otros conductores de las cocheras del tranvía, una que era hija de un compañero se hizo la encontradiza conmigo y con la tontería los otros nos dejaron solos y seguimos andando. Al principio me fastidió un poco, pero como la chica era muy guapa pues me fui animando y fuimos charlando hasta que sin darme cuenta llegamos al barrio. Me despedí y me fui a mi casa. Lo que pasó después es que alguien nos había visto y se lo contó a Elisa. Y ella sin decirme nada, se fue hasta la casa de la chica y le montó una de aupa. Se enzarzaron en la escalera y Elisa la cogió del pelo y la bajo por las escaleras a rastras hasta la calle mientras le decía, no se te ocurra volver a ver a Isidro, es mi hombre y a la que se meta en medio la mato. Es una mujer de armas tomar y estoy seguro que si la otra hubiera rechistado la habría dejado para llevarla al hospital. Así es Elisa.

10. Estraperlo.

En el horizonte urbano, hacia el este, pueden intuirse a contraluz las primeras luces del alba y en la calle el viento arremolina las hojas muertas caídas en otoño y provoca susurros enigmáticos en las casas derruidas por los proyectiles que llegan del otro lado del río. Dos mujeres cruzan los brazos sobre abrigos que han visto mejores tiempos y aceleran el paso encorvadas y con las mejillas de color de las manzanas. Llegan a una discreta casa al final de la calle y antes de llamar vuelven la cabeza con gesto temeroso y ojean en derredor y no ven ni escuchan nada y llaman dos veces con finos golpes. Esperan un rato sin dejar de mirar las ventanas de las casas aledañas y oyen ruidos detrás de la puerta y se tranquilizan un poco. Se abre dos palmos y entran una detrás de otra y la puerta se cierra y la oscuridad interior las envuelve y oyen sus respiraciones. Una luz mortecina y difusa se enciende en el techo y una voz de mujer les saluda y se queja desde atrás con voz de sueño. Buenas, chicas. Tú te crees que son horas de venir, si todavía no es de día. Que frío hace, joder. Voy a hacer café, queréis uno calentito, verdad.

Claro, Juana, Claro. Tengo el cuerpo congelado. Un café… y un suizo, para el bebé. Dice Elisa estirando el abrigo sobre la barriga.

Voy a encender la lumbre, vamos a la cocina. Y entran en una pequeña habitación con una mesa de madera sin desbastar cubierta con un hule de cuadros y abre la puerta del horno e introduce unos trozos de madera cortada en pequeños trozos. Mira inclinada y enseguida ve que empiezan a arder. Cierra la portezuela y pone una cafetera de metal quemado sobre el hornillo y se frota las manos. Las dos mujeres se han sentado y esperan.

Un bollito para mi niño, dice Juana y guiña un ojo.

Habéis tenido noticias de la sierra, dice la mujer que vino con Elisa. Es muy joven y guapa y tiene el pelo rojizo y pecas color naranja.

Está empezando a hacer muy mal tiempo Lola, y eso es bueno para ellos. Los fascistas están empantanados, pero desde luego no lo están pasando bien.

Lola suspira y mira a Elisa y le pone la mano en el brazo.

Elisa moja en el café caliente el bollo que le ha servido Juana sobre un platito blanco y le da un bocado y se limpia los restos de la comisura de los labios antes de que caigan en el hule.

Así me gusta, dice Juana. Come hija come, la comida quita las penas.

Es que tengo hambre a todas horas, y no es el mejor momento para ello, se queja Elisa.

Como que no, el niño te está pidiendo comida, Elisa. Y para eso estoy yo aquí. Y vuelve a guiñar el ojo con una mueca cómica y pone el índice estirado sobre los labios.

Habéis acabado, pregunta y las chicas asienten acabándose el café de un trago y dice, pues vamos al almacén, traer las bolsas.

Se levantan y salen al patio que da a la cocina. El día ya despunta poco a poco, pero el sol no ha podido aún con el gélido frío nocturno. Cruzan el sucio patio y entran en el cuartucho que llaman almacén y Juana enciende una bombilla pelada en el techo. Cajas de cartón apiladas invaden el suelo y las paredes. Grandes sacos cerrados con nudos en una de las esquinas y algunos chorizos y butifarras cuelgan de una barra oxidada en lo alto de la habitación.

Bueno, vamos a ver. Lo de siempre, no Elisa.

Claro, claro. La mujer preñada no quita ojo a los chorizos y la saliva se le acumula en la boca y tiene que tragar y pasarse la lengua por los labios.

Juana coge la bolsa y empieza a llenarla de paquetes que saca de las cajas y llena bolsitas con alubias de un saco. Mete también una jarra metálica que llena de una zafra grande de aceite y limpia en fondo con su delantal. Ten cuidado que no se derrame.

La de Elisa está llena y se pone con la bolsa de Lola.

Por cierto, como está tu padre, Lola.

Bueno, tirando. Apenas sale de casa.

Es este frío que ha venido a jodernos aún más. A ver si llega el verano. El buen tiempo arregla muchos males.

Con las bolsas llenas, vuelven a la cocina y se ponen los abrigos. Las chicas sacan el dinero pactado y lo dejan sobre la mesa.

Bueno, dice Juana, iros a casa directamente, eh. Y las acompaña a la puerta. Corre un poco el visillo de la ventana y mira fuera. Podéis salir, hasta pronto.

El sol empieza a subir en el cielo y las chicas parpadean y se encaminan a la estación de metro. La ciudad empieza a despertar allí abajo.

Dos milicianos fuman sentados en un banco delante de la plaza de toros. Uno de ellos lee un periódico y comentan alguna cosa que ve en el. En el paseo, la gente camina deprisa encorvados y con el cuello de los abrigos subidos. El agujero que hizo la bomba todavía está allí como una boca negra rodeada de precarias vallas. Dos hombres llevan un tronco cortado no muy grande pero que servirá para calentar por un tiempo la casa. Los árboles de la ciudad desaparecen poco a poco a medida que el invierno extiende sus largos y fríos brazos.

Las dos mujeres salen del metro y caminan deprisa aunque van muy cargadas. Miran al suelo y no se detienen en ningún sitio. El miliciano que no lee mira la escena y achica los ojos intentando comprender. Las bolsas van demasiado cargadas para pasar desapercibidas. Da un codazo al otro y le hace mirar hacia ellas.

Vamos, dice y se levantan tranquilamente y las siguen a cierta distancia. Las mujeres siguen sin mirar a sus espaldas mientras ellos se acercan. Al llegar a la calle donde vive Elisa, el miliciano grita, eh vosotras, esperar, que lleváis en esas bolsas tan cargadas.

Pues la compra, que vamos a llevar, dice Elisa mirando asustada en derredor.

Ah si, pues enséñamelo. Dice el miliciano y escupe seco con chulería.

Pero que quieres ver, hombre. No ves que estoy embarazada.

Ya, ya. Enséñamelo. Café, joder, pero si no hay café en toda la ciudad. Que hay en esa jarra.

Aceite. Dice Elisa con los ojos acuosos.

Aceite. Vale, coge la bolsa y sigue, acompañarnos por favor. Vamos al cuartel. Allí daréis todas las explicaciones. De donde habéis sacado todo esto.

Las chicas se dejan llevar y la calle se llena de vecinos y comprenden lo que está pasando y unos están a favor y otros en contra. Nunca llueve a gusto de todos, dice el refrán.

La Tomasa está en la ventana y grita: pero hombre, no veis que está preñada.

Cállese, señora, no se vaya a venir también con nosotros.

Calla, Tomasa, dice Elisa.

11. Elisa en prisión.

Mi mujer está en la cárcel, joder. Tengo que volver ahora mismo. Está preñada, hombre, es que no lo entiendes. Los nervios atenazan a Isidro y no puede permanecer sentado y da la vuelta a la silla y la sujeta como estrangulándola y mira fijamente al otro como ido.

El jefe Vitorino le mira y asiente.

Pero es que lo que ha hecho, dice y se calla.

No te lo crees ni tú lo que estas diciendo, pero hombre, ha comprando cosas que ahora mismo no se pueden conseguir en ningún sitio, el bebé es lo primero. Se ha vuelto todo el mundo loco o qué.

Vitorino se rasca la nuca y suspira fuerte. Puede que tengas razón, Isidro. Vete para allá en cuanto puedas, anda. Espera un momento.

Sale al pasillo y grita, José, cuando vuelve el camión. El ordenanza mira los papeles y dice, tendrá que venir mañana o pasado.

Vale, dice y mira a Isidro, has oído, te vale.

Que remedio.

El edificio es un conglomerado de varios bloques en forma de estrella con una parte central circular y rodeado por un imponente muro blanco alrededor. Demacradas y ojerosas mujeres se reparten en los trozos de patio bañados por el frío sol invernal acurrucadas entre las mantas que han podido traer sus familias. El patio de los hombres está al otro lado de los edificios y en los laterales una zona vacía entre alambradas para que no puedan comunicarse, pero se las ingenian para hablar con ellos por señas, con pañuelos de colores y movimientos y mimos.

Al fondo hay un grupo de mujeres algo mejor vestidas y que no se mezclan con las otras, son las presas políticas. Forman corros y miran de soslayo a las demás como con asco y se mantienen lejos y no forman líos. Saben que llegará su momento y entonces se resarcirán de lo que han pasado.

El frío invade todos los rincones y los niños tiritan y lloran y a las mujeres le castañean los dientes y están deseando que acabe el rato de paseo para volver dentro y calentarse. Elisa está sentada envuelta en una manta con la mirada un poco perdida. Sabe que si pasa mucho tiempo allí dentro, el bebé acabará por resentirse pero no sabe como hacer para que la suelten. La doctora le ha dicho que está haciendo todo lo posible por ella, pero los días pasan y no hay noticias de nada. Cuando a duras penas se levanta ayudada de otra reclusa la barriga le sobresale como un enorme globo y ella se agarra los riñones y camina entre las otras como un pato. La belleza de su rostro se retira día a día y su pelo brillante en otros tiempos se deshace en mechones sucios y grisáceos. Al llegar a su celda se sienta en su cama con cuidado y las lágrimas recorren su rostro sin hacer el menor ruido.

El día de visita, Elisa se sorprende que la nombren y se pregunta quien vendrá a verla. Nadie sabe decírselo pero conforme se va acercando la hora, sabe que es Isidro. Pide algo de colorete y lápiz de labios entre quienes la conocen y pasa media hora ante un pequeño trozo de espejo. El corazón salta en su pecho cuando entra en la sala y avanza por ella cubriendo con la mirada todos los rincones y cuando se ven en el centro de la sala, todo lo que han pasado se transforma en un momento único que recordarán el resto de sus vidas. El mundo desaparece por unos instantes mientras sus ojos se encuentran y sus bocas se buscan mezclando sus lágrimas como un torrente de calor y amor. Isidro besa sus párpados y sus manos y se arrodilla y abraza con cuidado a Elisa y allí se queda llorando y escuchando su barriga.

12.

Daroca llamó a todas las puertas que pudo para que saliera cuanto antes, dada la inminencia del parto. A los pocos días me soltaron y la doctora me visitó en casa hasta que cogí fuerzas a base de buenos caldos de gallina y carne y frutas que me trajeron los vecinos. Isidro y mi jesusito no se movieron de mi lado en todo el tiempo.

La niña nació en abril. La partera del barrio ya estaba avisada y cuando llegó el momento todo el barrio estaba esperando en el portal. No encontramos mejor nombre que ponerle que Esperanza. En cuanto se lo dije a Isidro le pareció muy bien y ya no hubo que pensar más. Nos pareció que, aunque no había nacido en el mejor momento, su nombre le daría a ella más fuerzas todavía para sobreponerse a todos los reveses que la vida le tenía reservados. Y cuando algo le pasara, debería pensar en él y lo que pasaron sus padres para ponérselo y todo le resultaría más fácil.

En cuanto a la ciudad, muchos dicen que si los fascistas hubieran entrado la primera vez que se acercaron, la guerra habría acabado y se hubieran podido salvar un montón de vidas. Yo no lo creo. Después pudimos ver lo que Franco y los demás nos hicieron pasar cuando ganaron. Es posible que se hubieran podido salvar algunas vidas, pero de fascistas y esas son vidas que no merece la pena ser vividas. Y además, ahora el mundo siempre recordará como aguantó la ciudad cercada durante tres años y yo sé que nuestros descendientes nos recordarán con orgullo.

Una oscura tarde recuerdo que me había adormilado y sobresaltada me desperté sin saber donde estaba exactamente hasta que todo volvió a mi memoria. Esperanza dormía en su cuna respirando profundamente. Desde la puerta entreabierta, pude ver a Isidro dormitando agotado en la butaca del saloncito y se oía en una radio en ninguna parte una canción que me hizo reír y llorar al mismo tiempo.

Puente de los franceses, mamita mia, nadie te pasa;

porque los madrileños, mamita mia, que bien te guardan;

Madrid que bien resiste, mamita mia, los bombardeos;

de las bombas se ríen, mamita mía, los madrileños.

FIN