jueves, 8 de noviembre de 2007

Cuento de Invierno

"Justo cuando crees que lo sabes es que no tienes ni puta idea" Paul Auster

A mi mujer, Teresa.

A Gonzalo. A mi padre.

1. El muchacho.

Invierno de 1.935 en la frontera extremeña.

La explosión agujereó el silencio del pueblo en mitad de la noche. Una nube gris de polvo y piedras invadió la calle, rebotó en la pared de la casa de enfrente y se desparramó por los lados dejando una neblina irrespirable en toda la calle desierta. Se abrió una puerta y un vecino en camiseta sacó medio cuerpo por el portón con una escopeta de caza en las manos. Miró hacia un lado, luego al otro y la neblina le impedía ver apenas unos pasos y tosió y volvió a entrar ajustando el cerrojo. Dos sombras desaparecían a la carrera en la oscuridad.

Los fugitivos llegaron a la puerta occidental con la respiración entrecortada y pararon en el túnel de acceso a descansar con las manos en las rodillas y la boca abierta y miraron atrás y escucharon. Salieron del pueblo y cruzaron los campos azules hacia el río. Mientras corrían levantaban pequeñas nubes blancas de polvo de los bancales y la luna los miraba como a fantasmas escapados de un aquelarre de brujas. Dejaron atrás los campos y se internaron en el oscuro bosque de robles y encinas. Siguieron el río de aguas negras corriente abajo durante un rato bordeando cipreses y álamos y se detuvieron a escuchar junto a un chamizo disimulado detrás de unas piedras. Entraron y cerraron la puerta destartalada y se acuclillaron en la oscuridad a recobrar el aliento. Sus ojos brillaban como luciérnagas en celo.

Ha sido fácil, eh.

Cállate.

Fue la única conversación entre ellos. El muchacho se movió y apoyó la frente en la puerta y escuchó. Un búho aleteó por encima de la choza y se encaramó a un árbol a curiosear y llamó: uhu-uhu y guiñó un ojo. Después de un rato se dejaron caer sobre el suelo y sobre las paredes de cañas. Sacaron un paquete de pitillos y los encendieron con un mechero de yesca soplando sobre las ascuas y echando el humo por la nariz. Cuando acabaron apagaron las colillas y se volvieron a recostar.

Empezaron a notar el frío y pusieron paja del fondo de la caseta en el suelo y se subieron las solapas de las chaquetas y se dejaron llevar por el sonido de la corriente en la oscuridad del bosque. Durmieron con los dientes castañeando hasta que la bruma helada de la madrugada los despertó y estuvieron golpeándose las brazos dormidos y soplando en las manos ahuecadas y escuchando hasta que se hizo de día.

2. El guardia.

De pie junto a la estufa de carbón, el teniente de la guardia civil Andrés Carrasco miraba por la ventana de su despacho y se rascaba la nuca. Era un hombre fornido y de cabeza pequeña con el pelo corto y negro. La barba pulcramente afeitada dejaba ver un prominente mentón como afilado con hacha. El bigote negro y los pequeños e inteligentes ojos verdes le daban un aire melancólico que rebajaba la dureza general de su imponente aspecto embutido en la casaca azul y el cuello y las bocamangas rojas.

En el cielo a baja altura, un cernícalo pasó batiendo las alas y luego planeando y observando el campo gris de la mañana invernal, viró y se dirigió al río. El hombre se volvió y cogió los prismáticos del cajón superior de la mesa y volvió a la ventana y enfocó el ave. Era un macho adulto con la cabeza y el cuello de color gris azulado y el pico amarillo. Los ojos rodeados por un círculo también amarillo como el caballo de guerra de un apache. El pájaro azul batió de nuevo y gritó kii-kii y ladeó la cabeza como saludándole por encima del hombro.

Carrasco sonrió imperceptiblemente y le devolvió el saludo en voz baja: hola, amigo.

Pesadas nubes negras avanzaban desde Portugal arrastradas por el viento. El teniente chasqueó la lengua y se sentó. Dejó los prismáticos en el cajón y cogió el papel que tenía encima de la mesa y se puso a leerlo detenidamente.

En la pared blanca de atrás una solitaria fotografía del presidente de la república, la bandera tricolor en una esquina y un archivador de madera en la otra. Cuando acabó se quedó mirando la mesa como escuchando. Se rascó una ceja y levantó la vista hacia el mapa que había en la pared de la derecha enfrente de la ventana. Un detallado mapa de la localidad en blanco y negro con caminos rurales, cotas y zonas de labranza y otras boscosas y lo estuvo examinando un rato.

Miró hacia la puerta y gritó: Hipólito y siguió estudiando el mapa mientras esperaba. Se abrió la puerta y un guardia asomó la cabeza: sus órdenes, mi teniente.

Están preparados los caballos.

Lo están mi teniente.

Entonces vámonos.

Los jinetes salieron del pueblo por la puerta occidental, la más cercana al extremo de la calle de la explosión por donde corrían los sospechosos. Hacía frío y el campo parecía dormido. El teniente se subió el cuello del capote. Los jornaleros que veían llevaban pañuelos que les sujetaban los sombreros de paja atados al cuello y cuerdas a modo de cinturón. Unos llevaban azadones y otros seguían usando los antiguos arados romanos atados a un mulo con los que levantar la dura tierra. Pararon su labor y les observaron desde los campos e intercambiaban miradas silenciosas entre ellos. Los guardias no hicieron caso. El teniente observaba los lados del camino o levantaba la vista para otear a lo lejos. Palmeó el cuello del caballo.

Qué opinas Hipólito.

De qué mi teniente.

El teniente le observó durante un instante y escupió.

De la explosión de la otra noche, Hipólito.

No son del pueblo, y usted.

Creo lo mismo.

Aquí nadie tiene dinamita.

Pero tampoco huyeron por éste camino. Se habrían encontrado con la guardia nocturna en el camino a Portugal y ellos no vieron ni oyeron nada. Supongo que estarán escondidos en algún lugar entre el bosque y el río.

El viento les azotaba de lado y el guardia llevaba la mano sobre el tricornio evitando que se volase. Los caballos piafaban y expedían nubes blancas de vaho por los hocicos. Cuando llegaron al límite de los campos doblaron hacia el sur y se internaron por el camino que cruzaba el bosque. Encinas, alcornoques y robles centenarios oscurecían el camino y el ruido de los caballos sobre las hojas muertas alteró el sonido natural y los animales enmudecieron y escucharon y desaparecieron sin dejar el menor rastro. El sendero se cerraba cada vez más y la ahulaga y el brezo impedían a los caballos avanzar. Las ramas se enredaban con los capotes y los guardias tiraban y se doblaban sobre el cuello de sus monturas para sortearlas.

Después de un rato, salieron a un claro y descansaron con las manos heladas sobre la perilla. En una zona fangosa entre piedras vieron huellas de jabalí y el teniente se dobló para verlas mejor. Por su tamaño pertenecían a un verraco enorme. Oteó los límites del claro con desconfianza, chasqueó la lengua y siguieron adelante en fila india hasta el río.

Cuando llegaron estaba lloviendo. Las gotas golpeaban la superficie negra produciendo un sonido como pequeños clavos amartillados en un madero. La oscuridad era casi total y los caballos tenían los ojos en blanco. Los dos jinetes avanzaron por la orilla norte corriente arriba y los cascos chocaban con las piedras redondeadas y blancas como huevos de animales prehistóricos que por millares poblaban la zona. Siguieron avanzando y al rato vieron el chamizo semiescondido y la puerta abierta.

Sin decir palabra, el ayudante del teniente desmontó y se acercó con cuidado con el rifle montado entre las manos. Carrasco observó la orilla río arriba y río abajo y también la otra orilla.

El ayudante miró dentro, no hay nadie, y se acuclilló, pero han estado aquí un rato grande, está lleno de colillas.

Hay algo más.

Hipólito miró a su alrededor y negó con la cabeza.

Recoge unas cuantas colillas y vámonos, nos estamos poniendo como sopas.

Atravesaron el campo al galope y entraron en el pueblo como desierto. Los adoquines de las callejuelas relucían bajo la lluvia.

3. Mercedes.

La muchacha salió por una de las hojas del enorme portón verde saltando la traviesa de madera. El día era frío y luminoso y las tormentas eran sólo un recuerdo en los charquitos formados en la calle.

Impaciente volvió la cabeza y golpeó el suelo con el pie: vamos, Seña Aurora, dese prisa o llegaremos tarde.

Desde la escalera al final del negro zaguán le llegó un hilo de voz quejosa y cansada, voy niña, voy.

Al otro lado de la calle, el churrero con la herramienta apoyada en la axila y con una mano en cada asa de la cruceta derramaba en círculos cada vez más amplios la masa grisácea y aceitosa en la enorme sartén de latón. El aroma se extendía por toda la calle. Mercedes cerró los ojos y aspiró poniéndose casi de puntillas y sonrió dejando a la vista los hermosos dientes blancos.

Tendría unos dieciséis años, llevaba un vestido color vainilla y un abrigo de punto y un pañuelo de encaje tapándole la cabeza y en las manos llevaba un librito con el filo de las hojas dorado. Unos enormes ojos color avellana tan grandes que apenas dejaban sitio para nada más en su carita ovalada, sólo quizás un fino bigotillo de pelusa negra sobre los labios carnosos.

Cuando la vieja salió de la casa, la muchacha cogió su brazo: luego quiero churros con chocolate.

Si, si, vamos.

Las campanas de la iglesia repiquetearon súbitamente y las mujeres respingaron y aceleraron el paso. Cruzaron el arco de entrada a la ciudadela medieval mirando al suelo. Los hombres sin afeitar y sin prisas apoyados en la pared fumaban pitillos medio doblados y silbaron a la niña y se daban codazos unos a otros. La vieja murmuraba en portugués y aceleraba el paso y apretaba el enorme crucifijo que pendía de su cuello.

Al final de la calle que da a la plaza de la iglesia, el muchacho metido en un portal en sombra rasca y enciende indolente un pitillo y echa el humo por la nariz. Al ver a las mujeres se incorpora y se alisa la chaqueta como limpiándose las manos y saluda.

Hola Mercedes y compañía.

La niña se detiene en seco pero el ama tira de ella. El joven sigue fumando y persigue con la mirada a Mercedes y ella vuelve la cabeza con los ojos abiertos de par en par y tropieza con un adoquín y salen casi corriendo hacia la puerta de la iglesia. El muchacho mira el campanario y dobla la cabeza como si escuchara. Puede oír los cánticos mientras las enormes puertas claveteadas permanecen abiertas durante un instante. Cuando se cierran, da una profunda calada y tira la colilla de un papirotazo.

4. El sueño.

El teniente Carrasco tuvo el siguiente sueño: se despertó y se encontró desnudo y tenía mucho frío y en completa oscuridad. Escuchó el traqueteo de ruedas de carreta sobre tierra dura y voces arreando animales de tiro. Tanteó sin ver y encontró sus botas y se las calzó y pateó las paredes de cañas hasta que la pequeña puerta de la chocilla donde se encontraba se desencajó y cayó hacia atrás. Creyó estar en el chamizo de las colillas del bosque. La luz que entraba por la pequeña abertura era blanca como de fantasmas. Cogió la manta y salió gateando. Parpadeó y se hizo sombra sobre los ojos con la palma de la mano hacia abajo. Intentó ver el río pero no había río. Era una inmensa y árida extensión desprovista de todo excepto piedras blancas como huesos de animales muertos siglos atrás, secos matojos repletos de púas y nubes de polvo blanco y estático.

Una columna de carros tirados por bueyes o mulos se alejaba hacia el horizonte donde negras montañas se elevaban amenazantes. Los hombres que arreaban a las bestias con largas varas vestían como los jornaleros de su tierra. Pero no era su tierra.

La luz provenía de la luna más enorme y cercana que hubiera visto nunca. Estaba colgada del negro vacío sobre un andamio invisible. Era como de día, un invernal día blanco y los sonidos atenuados parecían escaparse hacia el firmamento de hielo negro. Se encontró indefenso y asustado. Voceó para que le esperaran y nadie miró y ni siquiera parecieron oír nada o darse cuenta de su presencia y comenzó a andar arrastrando los pies y metiendo la cabeza entre los hombros tras la columna de arrieros con los dientes castañeándole de frío.

La columna siguió hasta llegar al pie de las montañas y cuando el teniente llegó los jornaleros araban el desierto como lo hacían en su tierra. Confundido, les gritó para que le ayudaran y se volvieron a mirarle sin moverse de donde se encontraban apoyados sobre los arados o con los brazos en jaras o acuclillados. Le observaron desde detrás de sus arrugadas caras y sus cuerpos enjutos. Había hombres, mujeres y también jóvenes y niños. La más perfecta representación del sufrimiento humano. Impasibles ante su propia decadencia y resignados a seguir sufriendo por el resto de los tiempos. Sólo uno de ellos con el sombrero tapándole la cara parecía no haberse dado cuenta de nada y seguía arando de espaldas al escenario anterior.

El teniente se acercó a él entre los bancales de piedras milenarias recién desenterradas y le puso la mano en el hombro.

Cuando el jornalero volvió la cabeza el teniente susurró vigilando que los inmóviles no lo oyeran: Hipólito, que haces aquí, por qué haces eso.

El hombre miró al guardia envuelto en su manta y movió fugazmente un extremo de los labios en una mueca que pudo ser una sonrisa triste.

Esto es lo que siempre he hecho, no sé hacer otra cosa. Y usted tampoco teniente. Mire sus manos.

Carrasco bajó la vista y abrió sus manos con las palmas hacia arriba. Tenía sabañones y durezas y cortes y quemaduras y le faltaba el dedo anular de la mano izquierda hasta la segunda falange y las tenía hinchadas como si acabara de arar. Abrió mucho los ojos sorprendido y escondió las manos en la manta y negó con la cabeza.

No, no. Somos soldados. Yo soy un soldado.

Eres uno de nosotros teniente.

Cuando comprendió lo que Hipólito le decía, volvió la cabeza y miró avergonzado a los jornaleros pero ellos ya volvían a sus labores sin importarles lo que el teniente sentía. Y se sentía muy avergonzado. Pensó en sus padres. Sabía que no podía decirles que no era teniente de la guardia civil sino un simple jornalero con las manos encallecidas. No entenderían nada de lo que pudiera decir después. Tampoco sabía como dar con ellos y por primera vez desde que salió del chamizo preguntó.

Donde estamos, qué lugar es éste.

Nadie dijo nada.

Hipólito había echado a andar hacia los carros situados en formación a lo lejos y Carrasco siguió sus pasos tropezando con los terrones recién levantados de tierra fría y reseca.

Hipólito, gritó, que sitio es éste.

Es nuestro hogar teniente ahora vivimos aquí, dijo sin volverse.

Y el pueblo, y mis padres.

Están esperándole en el carro teniente.

Qué estás diciendo, dónde están mis padres.

El jornalero que antes fue guardia no dijo nada y señaló los carros y siguió andando. Carrasco apresuró el paso y pisó la manta y volvió a envolverse en ella. Llegó donde Hipólito estaba acuclillado delante de una fogata y la avivaba echando troncos de madera debajo de un enorme caldero de migas que colgaba de tres palos en triángulo.

Donde están.

El jornalero señaló el carro más apartado y oscuro y el teniente miró hacia allí y volvió a mirar a Hipólito y comenzó a andar. Un perro invisible le gruñó desde algún sitio. Llegó al carro cerrado con unas cortinas y escuchó murmullos acompasados. Abrió la cortina y vio a cuatro mujeres enlutadas sentadas muy juntas en un banco de madera con las cabezas tapadas con pañuelos de encaje negros y los dedos entrecruzados. Volvieron la cabeza y le miraron y siguieron con su letanía. En el otro lado estaba su madre sentada con la cabeza caída entre los hombros.

Madre.

Parecía dormida. Al lado yacía su padre envuelto en una sábana blanca.

Padre, padre qué pasa. Qué ha pasado.

Simplemente ha muerto. Hipólito le había hablado desde detrás.

Madre.

Está dormida, déjala luego hablarás con ella. Está muy fatigada. Ha trabajado mucho.

El jornalero cerró las cortinas y puso su brazo sobre los hombros del soldado atribulado y le llevó hacia la fogata.

Come unas migas y te sentirás mejor.

El teniente comenzó a llorar y en ese momento despertó. Despertó llorando. Se incorporó y bajó los pies de la cama y se quedó sentado y la mirada fija en el suelo. Los brazos le caían entre las piernas y tenía la espalda encorvada. Había soñado la muerte de su padre y permaneció así hasta que se hizo de día.

5. La taberna.

El local es un cuchitril nauseabundo y oscuro y la humedad reina sobre las paredes y el olor a fritanga lo invade desde hace siglos. La tabernera es una mujerona gorda y desaliñada que no habla ni español ni portugués sino una mezcla de los dos idiomas de forma básica con ayuda de palabrotas y toses y escupitajos y aspavientos y golpetazos en la barra de metal que recorre todo la pared izquierda. Al fondo cuatro o cinco mesas garabateadas con navajazos y una docena de sillas desvencijadas que sostienen a duras penas a los pocos parroquianos que acuden allí para coger una cogorza, dormir la mona o quitarse de en medio con la particularidad de poder cruzar la frontera en unas horas.

La tabernera no pregunta ni responde. Sirve vino en vasos no muy limpios o en botellas y algún plato de comida grasienta a sujetos que con frecuencia es la primera vez que aparecen por allí. Comen algo y beben vino y esperan y llega alguien y hablan quedo y se van. No se les vuelve a ver. La tabernera asiste con ojillos de cerdo a ese trasiego con un pitillo permanente entre sus finos labios. Los borrachos permanecen sentados en las sillas medio tumbados sobre las mesas y nadie les molesta ni ellos molestan a nadie. En todo caso, se dejan invitar a un vaso de vino peleón y cuentan alguna historia medio verdadera y medio falsa o completamente falsa.

La taberna está situada en una pedanía muy cerca de la frontera, lugar remoto y tranquilo donde los guardias son vistos mucho antes de que aparezcan y cuando aparecen la tabernera los agasaja con vino o coñac y lo acompaña con algún platillo de magro de cerdo o de riñones. Pero cuando entran no hay nadie y no entra nadie hasta que se han ido. Ellos bromean preguntando a la gorda como se gana la vida si nunca hay nadie en el local y ella los mira por entre el humo de un pitillo y sonríe enseñando sus dientes negros y les sirve otra ronda pero nunca contesta.

El teniente Carrasco y sus compañeros conocen los pequeños secretos de la taberna de la frontera y saben que el país vecino ayuda a los desafectos con el gobierno de la capital que tienen que poner los pies en polvorosa y aprendieron que para saber lo que ocurre allí dentro y en otros lugares como ese hay que usar membrillos.

Uno de los habituales del teniente y su mejor arma es un borracho con una cicatriz que atraviesa el lado izquierdo desde la oreja hasta la comisura del labio. Pendenciero y bebedor casi desde niño y con facilidad para escaquear bienes ajenos, también tiene el don de saber encontrarse en el lugar oportuno en el momento adecuado.

El jeta, le puso el teniente y es mudo de lo que le da de comer y de beber y aguanta bien la bebida. Carrasco ha urdido una relación con él casi como agentes de espionaje ya que en el pueblo y alrededores sería imposible hacerlo fácilmente sin levantar sospechas. Jamás se los ve juntos, ni siquiera se sabe que se conozcan. Usan un sistema muy ingenioso de encuentros que nunca ha fallado. Los guardias lo empuran cuando se mete en alguna pelea o despluma a algún incauto y pasa uno o dos días en el calabozo y vuelve a salir y se emborracha otra vez.

El jeta dormitaba en la oscuridad de la mesa más apartada del fondo de la taberna. Había estado bebiendo a base de bien con un desconocido. Cuando le dejó dormido bajo un árbol le quitó las monedas que le quedaban y le apoyo la cabeza en el árbol y escupió en su mano y se la pasó por el flequillo y se marchó a la taberna.

Llevaba allí un par de horas cuando entraron dos que parecían estar bebidos. A uno de ellos lo conocía del pueblo y al otro no y el jeta se despertó y prestó atención. Se sentaron y se pusieron a hablar en portugués y él no se movió de donde estaba. La tabernera les trajo una botella de vino y un par de vasos y siguieron hablando sin reparar en su presencia en la oscuridad del rincón. El portugués escuchaba con ojos acuosos mientras el paisano hablaba cada vez más borracho y cuando se acabó la botella pidieron otra y más tarde el jeta oyó entre tonterías de borrachos algo sobre cartuchos de dinamita robados en una mina en el sur.

Cuando se fueron agarrados del hombro y balanceándose y cantando, el confidente se incorporó y pidió otra botella a la tabernera y pensó que el teniente Carrasco se pondría muy contento y levantó el vaso lleno de vinazo y brindó por él.

6. El arresto.

Los guardias entran cohibidos cuando atraviesan el portón negro con herrajes y relucientes clavos de cobre que da a un patio grande y cuadrado.

En el centro hay un limonero que en verano recubre de sombra el área donde se duerme la siesta en butacones de mimbre y grandes almohadones rellenos de suave plumón. En una esquina hay un pozo redondo de piedra y planas losetas de colores en la parte superior que sujetan un armazón de hierro forjado de tres metro de alto y decorado al estilo andaluz. Un cubo de latón bruñido está colgado de un gancho y sujeto al armazón mediante una cadena del mismo forjado. Todas las paredes del perímetro son blancas y están repletas de macetas de muchos tipos y colores que contienen un festín de plantas y enredaderas. Aún en invierno puede verse el esplendor que atesora.

Los guardias han preguntado por Don Francisco a la criada vieja y arrugada que les ha abierto. Se quedan allí mirando y escuchando y la vieja atraviesa el patio y entra por una puerta del fondo. Están advertidos pero lo ven en la casa que es un hombre importante y apoya al gobierno y sus discursos como integrante del ayuntamiento se conocen en todos los círculos republicanos de la comarca.

El teniente Carrasco desea verle a usted y a su hijo de usted en el cuartelillo, Hipólito respira y espera en posición de firmes.

El hombre es de estatura baja y tiene unos 50 años y el pelo gris y un enorme bigotazo frondoso debajo de la nariz y se estrecha y se retuerce hacia los lados y acaba en punta. Va vestido con un traje gris con chaleco y lleva anteojos pequeños e inestables.

Conozco al teniente dice el hombre, tiene que ser ahora.

Si pudieran si.

Creo que mi hijo está en casa, iremos ahora mismo.

Hipólito golpea con los nudillos la puerta y abre: mi teniente, Don Francisco y su hijo están aquí.

Carrasco los ha visto llegar, pasen y siéntense. Saluda al padre y mira al hijo.

Todavía no tiene veinte años y va vestido con un traje negro y camisa blanca abierta y tiene el pelo negro y engominado y peinado hacia atrás. Sus ojos azules no le miran, mira al suelo y a la ventana. La puerta se cierra tras ellos.

Don Francisco, tengo que tratar con ustedes un asunto de importancia.

Usted dirá.

Puedo fumar, dice el hijo.

No fumes ahora Paco, usted no fuma verdad teniente.

Fuma, no me molesta y le acerca un cenicero que coge de encima del archivador.

El chico saca un paquete y el mechero de yesca y enciende uno y espera.

Conoce usted a Sixto el hijo de la Antonia la criada de su prima Doña Mariana.

El padre piensa y el hijo fuma y mira por la ventana.

Creo que si, es un poco tarambana.

Y tú.

Si, lo conozco.

Lo tenemos detenido. Nos ha contado una cosa que no te deja en buen lugar, Paco.

El padre se quita los lentes: que ha pasado teniente, que ha dicho ése.

Nos ha dicho que va mucho con su hijo y que en setiembre fueron juntos a visitar a un amigo a Huelva y fueron en el autobús y estuvieron allí unos días y vieron a su amigo y se volvieron.

Qué amigo Paco, dijo el padre.

Fui a Riotinto, ya te lo dije.

No me acuerdo.

El teniente miró a Paco y apoyó los codos en la mesa. Hemos estado con ése amigo vuestro. Se llama Jorge verdad, Jorge Castro y trabaja en una mina. Y también nos ha contado algo interesante.

Don Francisco no entendía nada. Teniente, por favor, explíqueme que pasa. El chico siguió fumando y Carrasco miró el cenicero y esperó.

Porqué no lo cuentas tú, Paco.

No tengo nada que contar.

El teniente miró a Don Francisco y sintió pena y pensó en su padre y se acordó del sueño y todavía sintió mas pena.

Miró a Paco y dijo: estuvisteis en Riotinto con Castro y os entregó unos cartuchos de dinamita de donde trabaja y os los trajisteis al pueblo.

Don Francisco se levantó y miró al chico, Paco que está diciendo, es verdad eso.

No, no es verdad.

Mírame Paco. Para que quieres eso. Teniente, le prometo que los devolverá. Paco, donde los tienes. Ahora mismo vas a buscarlos y los traes aquí. Dios mío, podrías haberte matado. En qué estás pensando.

El teniente intentó tranquilizarlo: siéntese, nos lo traerá, verdad Paco.

Déjeme en paz.

El teniente ignora el desplante: Hay otra cosa. Supo usted de la explosión que se produjo en el local del sindicato anarquista hace un par de semanas.

Por supuesto.

Fue producido por dinamita.

Don Francisco dejó caer los brazos a lo largo y bajó la cabeza. Has sido tú Paco, dice, pero por qué haces eso, estáis locos, que quieres, matar a alguien. Te dije que no te juntaras con esos falangistas, son unos salvajes. Que vergüenza, Paco. Que le voy a decir a tu madre.

Paco apagó el pitillo y permaneció allí sentado y miró al teniente con los ojos encendidos. Carrasco cogió el cenicero, lo miró y se quedó mirando a Paco.

7. La iglesia.

Dos guardias escoltan al muchacho al castillo. Recorren las calles en silencio y entran en la ciudadela y pasan por delante de la antigua iglesia. Desde lo alto de las falsas almenas del muro exterior, dominando la vieja plaza medieval, gárgolas negras de metal y alas de murciélago venidas de un mundo olvidado cientos de años atrás clavan sus garras en la piedra y sacan sus puntiagudas lenguas a la comitiva y vigilan las almas perdidas que deambulan allí abajo, seres humanos ignorantes y mezquinos que malgastan en combates tribales las energías que la naturaleza les ha confiado.

El chico levanta la vista un momento y las oye murmurar en idiomas desconocidos y reír como espantosas hienas asesinas y alegrarse de su fracaso. Los guardias paran a encender unos pitillos sin percatarse de nada y Paco cree oírlas revolotear sobre su cabeza aspirando los efluvios de su miedo y confundiéndole.

A pesar del intenso frío vespertino, gruesas gotas de sudor recorren su rostro y caen sobre las piedras de la plaza y el chico las pisa enseguida porque cree que cuando él ya no esté, los monstruos bajarán y sorberán el líquido grisáceo y se llevarán un trozo de su alma al infierno de donde han salido.

Mercedes está sentada enfrente en casa de su tía cosiendo y haciéndole compañía, un piso bajo con grandes ventanas de madera y rejas de hierro forjado que dan a una esquina de la plaza y mira y ve a los guardias fumando y a Paco encogido y dibujando círculos con el zapato en el suelo y no entiende y se asusta.

Los guardias tiran las colillas y siguen su camino llevando al muchacho a su destino y ella como un resorte salta del sillón y corre y abre la puerta dando un golpe y se para en seco en la plaza.

La tía dormitaba en el sofá y despierta sorprendida por el ruido.

Merce, niña, donde estás.

Salgo un momento tía. Intenta no descubrir su desazón y camina erguida hacia las tres figuras borrosas al otro lado con el corazón saliéndosele del pecho y aspirando grandes bocanadas de aire con la boca abierta.

Ve a Paco encorvado entrando en el castillo mientras los guardias bromean con el soldado de la puerta y los ojos se le humedecen y se vuelve como para borrar la realidad que golpea su entendimiento, levanta la vista y entre las lágrimas observa la plaza desierta y sombría.

Un perro flacucho la atraviesa olisqueando el aire y capturando los aromas de las cocinas ahora encendidas y preparándose para la cena.

La niña no quiere volver a casa porque sabe que la anciana descubrirá su confusión y se estremece por los empujes del viento que recorre los estrechos callejones como las plagas del antiguo Egipto y anticipa el frío nocturno que convierte en hielo los charquitos de agua que se forman entre los imperfectos adoquines del suelo y mira la puerta de la iglesia y se envuelve como puede en el chal de la tía que cogió al salir y camina mirando al suelo con pequeños pero decididos pasos y entra.

El portalón golpea detrás de ella al cerrarse y tiene que esperar para que sus ojos se acostumbren a la oscuridad. El tamaño del vasto interior y la negrura le sobrecogen y la muchacha parpadea vigilando los oscuros rincones donde habitan seres sin nombre y dispuestos a saltar sobre ella sin reparar en su inocencia.

Cuando su corazón se tranquiliza recorre el lateral de la nave central escoltado por pesadas columnas torsionadas como enormes sogas de piedra que soportan la estructura desde tiempos ya olvidados y pasa sin mirar las sepulturas de antiguos obispos constructores de iglesias y sin hacer ruido se arrodilla en la esquina del banco de madera de la primera fila y entrecruza los dedos y levanta la vista. La luz suave y vacilante de los altos cirios apenas deja ver el impresionante altar dorado donde la virgen negra enmarcada por cuatro columnas torsas de oro sentada en la oscuridad observa y escucha sus plegarias.

Señora, no importa lo que Paco haya hecho. Tú sabes que le quiero. Eres la única que lo sabe.

Ráfagas de aire de las naves laterales hacen titilar la luz de las velas y ella no repara en ello y prosigue.

Es un buen muchacho, lo que pasa es que quiere que le respeten. Su padre es un buen hombre. Y su madre también. No vienen a la iglesia pero es que ahora hay mucha gente que no viene. Pero eso no significa que no te quieran. Te quieren pero desde fuera. Mi madre dice que tenemos que rezar mucho por ellos y yo lo hago. Tú lo sabes. Yo no entiendo las cosas de la política y eso, no sé porqué están tan enfadados con nosotros. No hacemos daño a nadie. Mi padre siempre les ha tratado bien. Por favor, Señora, no permitas que le dejen ahí mucho tiempo.

Suspira y se sienta en el banco y pone las manos en el regazo.

Sale a la calle y está más tranquila y cruza con pasos rápidos la plaza y entra en la casa de la tía.

Merce, donde estabas.

He ido a la iglesia, tía.

A la iglesia, ahora.

Si, a la iglesia. Se sienta en la silla y se tapa con el bajo de la falda de la camilla. El calor del brasero inunda su cuerpo y se estremece.

8. El castillo.

Paco abre los ojos y mira la oscuridad. Desde que le encerraron apenas duerme y se incorpora en el jergón y se sienta con la cabeza entre las manos. Ya no es un muchacho, es un preso. Enciende un pitillo y piensa en Mercedes. Los ojos le brillan a la luz del ascua. Es el único pensamiento que le ayuda a soportar el paso del tiempo allí dentro. Y rememora cuando la vio un caluroso día de verano junto a otras chicas en la poza del río.

Él se subió a un árbol y observó. La criada que siempre va con ella dormitaba a la sombra de un árbol con la cabeza ladeada sobre el hombro. Las chicas reían y entraban con cuidado en el agua negra dejando entrever sus pantorrillas. Mojaban las enaguas y se salpicaban unas a otras gritando bajo para que la vieja no despertara. Como un cuadro que había visto una vez en algún sitio. La melena de Mercedes larga y negra envolvía sus hombros y sus pequeños pechos se marcaban en el vestido. Se sentó en la gruesa rama del árbol con los pies colgando y encendió un pitillo.

Creyó estar en el cielo. No pudo imaginar nada más placentero que aquello que estaba viendo. Pensó que Mercedes era la mujer más hermosa que había visto nunca. Y desde entonces siempre se hizo el encontradizo con ella aunque estuviera la vieja. Y veía en su mirada incluso por un instante que él no le desagradaba y que tarde o temprano tendría ocasión de hablar con ella y cuando ocurriera eso sabía lo que le diría e imaginaba lo que le respondería ella.

Por la mañana, sale al patio parpadeando con otros presos y se sitúan en fila india y les dan el chusco de pan y el brebaje negro como café pero que no es café. El frío se le pega a los huesos y se abrocha el botón superior de la camisa y se sube el cuello de la chaqueta y sigue teniendo frío. Se sienta en un banco de piedra y enciende un pitillo y espera.

El tímido sol del invierno bordea la torre de piedra del viejo castillo templario y calienta con desgana su sangre presa. Conoce a algunos que están allí con él. Algunos son falangistas o simplemente de derechas que se han metido en algún lío, como él mismo. Deambulan por el patio o permanecen en corros con las manos en los bolsillos y fumando. Otros juegan al fútbol con un balón deshilachado. No hay nada que hacer salvo esperar.

Su padre le visita casi todos los días y le trae tabaco y un paquete de comida que le hace su madre en una tartera envuelta en una servilleta y le habla de cómo va su proceso. El teniente Carrasco ha intercedido por él, ha declarado que entregó voluntariamente la dinamita y que denunció al portugués de la taberna como el que los iba a pasar al otro lado si había problemas. Don Francisco ha viajado a la capital y ha hablado con el propio ministro de justicia y le han asegurado que todo se resolverá en unas semanas. La situación allí no es la mejor para que se preocupen por un preso en un pueblo de la frontera, los disturbios callejeros y los ajustes de cuentas mantienen activo y preocupado al gobierno las veinticuatro horas. Los militares aunque discretamente también permanecen alterados e incluso se llegan a oír voces claramente contrarias al gobierno central desde las revueltas en el norte del año anterior. Según su opinión, el gobierno parece tranquilo pero el futuro es incierto.

Don Francisco tiene grandes ojeras violáceas y su cuerpo se encoge un poco más en cada visita pero su mirada clara y firme le siguen confiriendo esa aura de honesta hombría que le ha rodeado desde que era joven. Paco le mira y le agradece el tabaco y siente haberle metido en éste embrollo. Aunque no se lo dice. El apenas habla, solo le observa y le abraza cuando se va. El viejo sale arrugado del castillo y no levanta la vista del suelo hasta llegar a casa.

Mercedes le ve pasar y se le encoge el corazón y sus ojos se humedecen. Siente unas ganas tremendas de abrazarlo y pedirle perdón por Paco y besarle la mano. Pero no se atreve, sólo camina tras él y lo ve entrar por el portón y cerrar la cancela.

9. El reencuentro.

Desde la puerta de la garita uno de los guardias vocea su nombre con la mano ahuecada. El no se ha enterado. Está apoyado en el muro y fumando con los ojos cerrados y pensando.

Paco le dice un preso, te llaman.

Le mira distraído, qué.

Te llama el guardia, no has oído.

Tira la colilla y atraviesa el patio hacia la puerta donde le esperan. Se peina con la mano y alisa como puede la chaqueta.

Con permiso, dice y entra en el despacho del director y se queda de pie esperando.

El director uniformado le mira y asiente y le dice señalando los papeles que tiene delante: Hemos recibido la confirmación de tu libertad provisional firmada por el ministro. Tu padre tiene muy buenos amigos y se ha encargado personalmente de todo. Le debes mucho. Menos mal que no hubo ningún herido. Procura no volver a meterte en líos porque no vas a tener tanta suerte. Deja que los extremistas se estrellen ellos solos. La república necesita gente que trabaje para el pueblo y que tenga ideas que ayuden al país a mejorar, como tu padre. No lo olvides. Vete por tus cosas.

Sale parpadeando con un atillo de ropa entre los brazos. El muchacho que entró unos meses antes es ahora un hombre humillado. Detrás de la cancela de hierro de la entrada ve a su madre y se le humedecen los ojos. El soldado con el fusil al hombro le abre y sale y se abraza a ella. Don Francisco observa y sonríe y le pone la mano en el hombro. Y también llora.

De vuelta a casa pasan por la iglesia. La madre abrazada a Paco y el padre detrás. El hombre se acuerda y mira a lo alto, a los enormes pináculos y a las gárgolas y ya no le dan miedo, sólo ve antiguas figuras de metal puestas allí para alimentar la imaginación de los mortales.

Hola, Paco.

Mercedes está detrás con un vestido amarillo y el pelo recogido en un moño y con los brazos por detrás del cuerpo y radiante con sus ojazos encendidos.

Se vuelven los tres y Paco abre la boca como si fuera a decir algo pero no dice nada.

La madre dice: hola, bonita. Quién eres tú. Tú eres la hija de Pacheco, no.

Si, señora.

Don Manuel Pacheco, dice el padre, eres muy guapa.

Cómo te llamas.

Mercedes, señora.

La conoces, Paco.

Paco afirma con la cabeza y traga saliva.

Parece que se te ha comido la lengua el gato, hijo. Desde cuando la conoces.

Desde siempre, dice Mercedes.

Las puertas de la iglesia se abren y comienza a salir la gente. Salen parpadeando y hablando entre ellos. Pronto la plaza se llena de gente y ellos siguen hablando con Mercedes y la madre ve como se miran los chicos y la coge del brazo.

Tía, soy yo. Cierra la puerta y se apoya en ella y se queda allí escuchando.

Merce, dice la tía desde la puerta de la cocina, tu madre ha mandado decir que la esperes aquí, que vendrá a buscarte ella.

Bueno.

La niña coge a la anciana y con sus ojos iluminando todo el pasillo, tararea y da pasos de baile. Más allá de la ventana se oyen trinos pero no quién los hace.

El invierno está llegando a su fin y los pájaros lo saben y lo anuncian. Aunque el verdadero invierno está a punto de llegar.

1 comentario:

Paco dijo...

Hay varios fragmentos del cuento que me parecen perfectos. El sueño y despertar de su vida del guardia civil, el sentimiento palpable del amor que siento los dos jovenes y el olor a dolor y
verguenza del padre.